De la Redacción de Carmelo Portal
El reloj marca las 21:30 y en Carmelo -como en cada ciudad del país- el bullicio habitual ha cedido ante la expectativa. En las casas, las luces se atenúan y el aroma de la comida se mezcla con la ansiedad palpable en el ambiente. Hoy es una noche especial: cuartos de final de la Copa América, Uruguay contra Brasil, en un estadio a miles de kilómetros, en Estados Unidos. El partido comenzará a las 22:00 horas, un horario que transforma la cena en un ritual compartido.
En el living de los Rodríguez, la mesa está lista con una picada que incluye quesos, fiambres, aceitunas y una variedad de manjares. La cerveza bien fría espera su turno, y una botella de medio y medio descansa junto a las copas. Juan, el patriarca, se inclina sobre la mesa, asegurándose de que nada falte. A su lado, la vieja radio, reliquia de otros tiempos, emite el sonido del previo del partido, creando una atmósfera que combina la tradición con la tecnología moderna.
María, la madre, trae una fuente de chivitos, su toque especial para noches como esta. Los niños, vestidos con camisetas celestes, rondan la mesa, picoteando mientras esperan impacientes. El televisor, el centro de atención, muestra imágenes del estadio en Estados Unidos, las tribunas llenas de hinchas que, como ellos, viven y respiran fútbol.
Con el primer pitazo, las conversaciones cesan. Cada pase, cada jugada, es seguido con atención. Los comentarios se mezclan con los mordiscos a las empanadas y los sorbos de cerveza. La voz del relator, llena de emoción y nostalgia, narra cada detalle, cada movimiento, y se convierte en el hilo conductor de la noche.
El primer tiempo pasa en un suspiro contenido. Cada ataque de Brasil es un golpe al corazón, cada defensa uruguaya una bocanada de esperanza. El sonido de las vuvuzelas en el estadio lejano llega como un eco, recordando a todos que este no es solo un partido, es una batalla por el honor, por la historia, por la gloria.
En el entretiempo, las charlas se reanudan brevemente. Juan se levanta y mira por la ventana, observando las luces de los otros apartamentos. Sabe que, detrás de cada una de esas ventanas, hay familias como la suya, unidas en la espera y la esperanza. Su vecino, don Ricardo, golpea la pared en señal de apoyo, un ritual silencioso que han mantenido durante años, cada vez que la Celeste juega un partido importante.
El segundo tiempo comienza y el living se llena de una tensión casi palpable. Los murmullos se convierten en gritos de aliento. Las manos se entrelazan, los ojos se cierran en plegarias silenciosas. En un rincón, la radio sigue encendida, un testimonio de las viejas costumbres, donde la voz del relator parece tener un poder místico sobre el destino del partido.
Las jugadas se suceden con rapidez, cada pase un suspiro, cada disparo a gol un latido detenido. El ambiente en el living de los Rodríguez es un reflejo de la intensidad del partido, una mezcla de esperanza, miedo y expectativa.
Y entonces, sucede. Un momento que parece detener el tiempo. El balón cruza el campo, los jugadores corren, y todo parece posible. En ese instante, la familia Rodríguez está unida en una burbuja de tensión y emoción, esperando que el destino se incline a su favor.
La última jugada del partido se desarrolla con una precisión casi mágica, una danza en la que cada movimiento tiene el potencial de cambiar el destino. La pelota rueda, el estadio contiene el aliento, y en los livings de Uruguay, los corazones laten al unísono.
El pitazo final está a punto de sonar, y el desenlace está suspendido en el aire, como una nota que no se resuelve. En ese instante, en la casa de los Rodríguez, en cada hogar uruguayo, el futuro es una página en blanco, esperando ser escrita.
La noche es joven y llena de promesas. La historia aún no ha terminado, y en cada rincón, la esperanza se mantiene viva, palpitante, lista para lo que venga. Porque, al final, en el fútbol y en la vida, todo puede pasar.