La tarde caía con un aire de presagio sobre la costa, y los cielos, normalmente apacibles, empezaban a oscurecerse con la presencia inminente de un fenómeno que no pedía permiso para entrar en escena. El Instituto Uruguayo de Meteorología, como un viejo sabio que intuye los cambios antes de que se materialicen, lanzó su advertencia: una Alerta Amarilla por vientos fuertes y persistentes. Era la primera señal de que el día, hasta entonces anodino, se tornaría en una experiencia donde la naturaleza desplegaría toda su fuerza.
El boletín meteorológico llegó como una carta de un viejo amigo, siempre certero en sus avisos. La probabilidad de que la tempestad se desatara era alta, superior al 75%. El viento, en su eterno juego con la presión atmosférica, había encontrado un adversario formidable: un aumento en el gradiente de presión que prometía desatar vientos sostenidos entre 40 y 50 kilómetros por hora, con rachas que podrían alcanzar los 80. Era como si el aire decidiera alzarse en una rebelión silenciosa, un rugido contenido que solo los más atentos podrían escuchar.
El aviso, sin embargo, no era para cualquiera. Solo aquellos con oídos afinados para los mensajes del viento, aquellos que comprenden que la naturaleza no avisa en vano, se prepararon para lo que vendría. Porque no se trataba solo de un vendaval más. Este viento tenía nombre y apellido, y su recorrido estaba trazado con precisión. Desde Canelones hasta Soriano, pasando por los pequeños pueblos y ciudades que rara vez son mencionados en los grandes mapas, cada localidad en su camino se convertiría en un escenario donde la lucha entre calma y tormenta se daría con furia.
Eran las 20:00 horas del 8 de agosto cuando la primera ráfaga llegó, tímida al principio, como tanteando el terreno, pero con la promesa de un crescendo que no tardaría en cumplirse. El sonido era el de un susurro convertido en grito, golpeando las fachadas de las casas, arrastrando hojas secas, levantando polvo y secretos de las calles. El viento era como un narrador invisible que traía consigo historias de tierras lejanas, de mares agitados, de llanuras interminables.
Mientras el reloj avanzaba hacia la medianoche, el viento persistía, implacable. Los viejos árboles, testigos de tantas estaciones pasadas, crujían bajo la presión. Las ventanas, como ojos cansados, se cerraban con fuerza, tratando de contener la furia exterior. Las luces titilaban, no solo por la incertidumbre eléctrica, sino como si supieran que algo más profundo estaba en juego, algo que no podía ser contenido por simples muros de ladrillo.
El informe prometía actualizaciones, como un narrador que no puede apartar la vista del desenlace de su propia historia. Y aunque el viento eventualmente se apagaría, su presencia dejaría una huella indeleble en aquellos que lo vivieron. Porque no era solo el viento lo que soplaba esa noche, era una señal, un recordatorio de que, en cualquier momento, la calma puede ser arrasada por la tormenta, y lo único que nos queda es escuchar y esperar.
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