En el rincón profundo de Colonia, donde el paisaje aún respira al ritmo pausado del campo, la escuela rural Nº 23 del paraje Polancos vivió un momento de reencuentro y nostalgia. La institución, una de las más antiguas del departamento, celebró su 125° aniversario el pasado 5 de octubre, en un evento que convocó no solo a alumnos y maestros, sino a la memoria misma del lugar.
Bajo un cielo diáfano, con el aroma de los eucaliptos flotando en el aire, la comunidad se congregó en torno a esta escuela, ubicada apenas a unos metros de la ruta 97, entre Carmelo y Nueva Palmira. Sus paredes han sido testigos silenciosos de generaciones enteras, pero hoy son el eco de algo más profundo: el alma de una comunidad que se aferra a su historia.
La maestra directora, Andrea Rameau, fue la artífice del evento. Desde hacía tres meses, organizaba, contactaba a antiguos alumnos, y se dedicaba a desempolvar las huellas del pasado para traerlas al presente. No fue solo un festejo, sino una auténtica jornada de memoria. “Queríamos reunir a todos los que forman parte de esta historia”, confesaba la directora, con la voz cargada de emoción. Y lo lograron.
Fueron los vecinos, exalumnos, familiares y maestros quienes, como antaño, unieron esfuerzos para preparar el salón. Las manos que alguna vez escribieron en aquellos bancos varelianos hoy decoraban las paredes con fotos desvaídas por el tiempo, prestadas por quienes atesoran el recuerdo de su paso por este centro educativo. Los antiguos libros de matrícula, testigos de tantas generaciones, fueron abiertos una vez más, para que esos niños de ayer, hoy abuelos y bisabuelos, buscaran sus nombres y se reencontraran con una parte olvidada de sí mismos.
Entre ellos, dos exalumnas, hoy de 95 años, protagonizaron uno de los momentos más conmovedores. Amigas inseparables desde la niñez, compartieron nuevamente aquel banco que ocupaban 85 años atrás. Allí, en ese mismo lugar, recrearon lo que sus manos y risas repetían cada día. Fue un instante suspendido en el tiempo.
El acto, que contó con la presencia de la inspectora regional Cristina Hernández e Irene Pacheco, también ofreció un recorrido por la historia de la escuela y el entorno que la rodea. La escuela Nº 23, como otras de la época vareliana, no es solo un centro educativo; es un lugar de unión, de encuentro. La propia directora, quien lleva 25 años a cargo, recordaba cómo fue testigo del centenario de la institución y ahora, 25 años después, volvía a ser parte de otro hito. “Es un lugar de pertenencia”, subrayó. “Para mí, fue muy emocionante vivir esto de nuevo, con la misma expectativa, pero con la satisfacción de ver cómo todo salió según lo esperado”.
El aula, con solo dos alumnas actualmente matriculadas, cobró vida ese día con la presencia de casi 200 personas. Había música, danzas folclóricas, y una torta monumental que fue compartida entre todos. Pero, más allá del festejo, lo que realmente se respiraba era un sentimiento de pertenencia, como si ese pequeño salón rural fuese un faro en la llanura, guiando a cada uno de vuelta a su origen.
Los relatos se entrelazaban: las anécdotas de aquellos días lejanos cuando el campo parecía aún más inmenso, los juegos en los recreos interminables, los primeros aprendizajes. Entre risas y lágrimas, los recuerdos fluían, trazando una línea invisible entre el pasado y el presente, como si el tiempo, en Polancos, siguiera otro ritmo.
Y es que, a pesar de las transformaciones que trae consigo el paso de los años, hay cosas que no cambian: la calidez de la comunidad, el deseo de preservar su historia, y la certeza de que, aunque el número de alumnos sea pequeño, la importancia de la escuela Nº 23 sigue siendo inmensa. Como dijo Rameau, esta escuela siempre será “un lugar de unión y de reencuentro”, donde las raíces se profundizan y los lazos se renuevan.
El 125° aniversario de la escuela de Polancos no fue solo una celebración de años cumplidos; fue, sobre todo, una celebración de lo que significa pertenecer, crecer y recordar.