De la Redacción de Carmelo Portal
La caravana política en el interior del Uruguay, más que un simple desfile de vehículos, es una manifestación de poder y un ritual colectivo. Con cada campaña electoral, los pueblos pequeños de la geografía uruguaya se ven atravesados por estas caravanas que recorren calles angostas y plazas en ebullición, donde el eco de las bocinas se mezcla con los gritos y cánticos de los seguidores. Aquí, el triunfo no se mide solo en votos, sino en la longitud de la caravana, en la cantidad de autos que se logran convocar y en el impacto que se deja en la memoria de la comunidad.
Cada caravana se organiza con una precisión casi militar. Los autos, decorados con banderas y pegatinas del candidato, se alinean en las afueras del pueblo, esperando la señal para avanzar. Los líderes locales tienen un rol protagónico en esta fase: se aseguran de que no falte nadie, que los simpatizantes lleguen puntuales y que los vehículos estén en condiciones de recorrer las calles polvorientas de la localidad. Porque no se trata solo de llenar una calle, sino de inundar el espacio público con la presencia del candidato, de hacer sentir que «somos más».
En este contexto, los autos se convierten en una unidad de medida. Contarlos es esencial, porque el éxito de la caravana depende del número que pueda presumir el día después. Se especula, se exagera, pero sobre todo, se disputa el título de la caravana más larga. En esa matemática social, el candidato con más autos es percibido como el más popular, el que tiene más chances de ganar. En los pueblos, donde todo se mide y se comenta, estos desfiles vehiculares son una suerte de termómetro electoral.
Los camiones y ómnibus, por su parte, son parte del «desborde». Son más que simples medios de transporte: su presencia es la afirmación visual del respaldo masivo. Un ómnibus lleno de personas que llegan de otros puntos del departamento es un argumento de peso, una prueba de que el candidato puede mover masas. Lo mismo sucede con las motos, que zigzaguean entre los autos, agregando dinamismo y velocidad a una marcha que, de por sí, ya es caótica. El uso de estos vehículos no es casual: son símbolos del poder de convocatoria, del entusiasmo de los seguidores, de la capacidad del candidato para hacer vibrar a la comunidad.
Las caravanas, además de su valor cuantitativo, tienen una dimensión simbólica profunda. Se inscriben en una tradición política del Uruguay que mezcla lo cívico con lo festivo, donde el acto político se convierte en una fiesta. En cada bocinazo, en cada bandera ondeante, se respira una mezcla de fervor y competencia. Historiadores como José Pedro Barrán ya hablaban de la «sensibilidad» uruguaya, de cómo lo festivo y lo masivo tienen un rol en la consolidación del poder y en la formación de identidades colectivas. En las caravanas, ese espíritu se respira en cada esquina.
Cada pueblo se transforma, por unas horas, en una pasarela de símbolos. Las caravanas no son solo actos proselitistas, son representaciones del poder, del arraigo y de la pertenencia. El candidato avanza rodeado de una marea de autos que lo empuja y lo sostiene. Y en cada cuadra que atraviesan, en cada vecino que mira desde la vereda, se mide el pulso de la campaña. Las caravanas son el escenario donde lo social y lo político se encuentran, donde el éxito no solo se proclama en los discursos, sino que se cuenta en vehículos y se mide en cuadras recorridas.
Al final, la caravana se disuelve. Los autos se dispersan, los ómnibus parten hacia sus destinos, y el pueblo retoma su ritmo cotidiano. Pero algo queda. La imagen de los autos avanzando uno tras otro, la sensación de haber sido parte de algo más grande que la vida cotidiana, un recordatorio de que, al menos por un día, el futuro del país pasó por las calles del pueblo. Y esa sensación, en un Uruguay tan apegado a lo tradicional y a lo simbólico, es quizás lo que mejor explica la vigencia de estas caravanas en la política nacional.