De la Redacción de Carmelo Portal
Es verano en el hemisferio sur, y la tarde se dobla pesada sobre las calles calientes de un barrio cualquiera de Carmelo. La Navidad ya se desmoronó, agotada de luces y villancicos; las guirnaldas cuelgan como soldados abatidos y los árboles de plástico parecen resignarse al polvo. Pero en las esquinas, en las ferias, en las tiendas abiertas de par en par, se siente el aliento de la última gran cita: los Reyes Magos.
En una casa pequeña, de paredes descascaradas, un niño escribe una carta. El papel es un pedazo de hoja arrancado a una libreta, con líneas que guían un pulso infantil cargado de esperanza. Su lápiz, un soldado agotado por el uso, danza torpemente sobre el papel. “Queridos Reyes Magos”, comienza, y luego se detiene. Muerde la punta del lápiz. Mira el suelo de baldosas frías y piensa.
La carta es un puente entre el deseo y la fe, entre lo tangible y lo imposible. Pide un auto de control remoto, una pelota de fútbol y un juego de bloques que vio en la tele. Pero también, con una letra que se vuelve pequeña, como si temiera que alguien pudiera leerlo, pide otra cosa: que papá vuelva a casa.
En otro barrio, más lejos de los bordes de la ciudad, una madre camina con dos bolsas de compras. Está haciendo malabares entre los últimos billetes que le quedan y las promesas hechas a su hija, que también escribió su carta. Una mueca de cansancio cruza su rostro; no es solo el calor, no es solo la carga. Es la sensación de que los sueños de su niña están mucho más allá de sus manos, como si los Reyes Magos fueran un concepto que los adultos entienden en su carencia más que en su magia.
En la madrugada del 6 de enero, las ciudades respiran un aire diferente. Las bicicletas relucientes y los paquetes envueltos en papel colorido aparecen junto a los zapatos. Algunos reciben exactamente lo que pidieron; otros, algo distinto. Hay quienes no encuentran nada, excepto un puñado de pasto seco que no fue tocado por camellos invisibles. Las emociones saltan desde el éxtasis hasta el silencio, un caleidoscopio de alegría y resignación.
El niño de la carta despierta temprano. Encuentra un auto pequeño, un auténtico milagro dentro de las posibilidades de su hogar. Lo alza, lo mira, lo examina como un científico frente a un descubrimiento. Pero su mirada se detiene en la puerta. Espera, como si allí pudiera materializarse la segunda parte de su carta.
Los Reyes Magos son eso: un espejo de las expectativas humanas. Lo que damos, lo que recibimos, lo que queremos y lo que nunca llega. En un país donde los veranos arden y los bolsillos tienden a enflaquecer, estas figuras milenarias navegan entre la fantasía y la precariedad, dejando a su paso una estela de recuerdos. Algunos dulces, otros amargos.
La madre que volvió a casa tarde, con sus bolsas y su cansancio, se sentó a observar a su hija. La niña gritó de alegría al ver la muñeca que tanto deseaba. La madre no dijo nada, pero al verla sonreír sintió que, por un momento, las estrellas del desierto de Belén brillaban también para ellas.
En esa madrugada, cada quien encuentra su regalo o su vacío. Cada quien escribe su versión de la magia, esa que nunca depende del oro, el incienso o la mirra, sino de la esperanza que podemos o no mantener encendida en medio de nuestras vidas cotidianas. Queridos Reyes Magos, al final, somos todos nosotros.
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