La luna se asomaba tranquila sobre Carmelo cuando, en la noche del 30 de diciembre, el teléfono en la Seccional Tercera rompió el silencio. Del otro lado de la línea, la voz nerviosa de un empleado de motel pedía ayuda: había un hombre fuera de control. Era uno de esos llamados que comienzan siendo solo ruido y terminan escribiendo un párrafo más en la crónica de una ciudad pequeña.
El equipo policial no tardó en llegar al lugar. En el aire, una mezcla de calor de verano y la densidad de lo impredecible. Allí estaba él, M.R., 47 años, una figura que tambaleaba entre el enojo y la ebriedad. Su respiración pesada, sus movimientos erráticos, y ese fulgor en los ojos que traiciona a los que han cruzado la delgada línea entre el descontrol y la violencia.
Los efectivos se acercaron con la calma que da la experiencia, midiendo las palabras, los pasos. Pero la calma fue una estrategia fallida. En un movimiento repentino, M.R. lanzó un golpe seco contra uno de los policías. Un instante, un impacto, y la chispa del conflicto encendió el momento.
No hubo tiempo para dudas. La escena se tornó frenética por unos segundos que parecieron minutos. El hombre fue reducido y trasladado a la Seccional Tercera. El alcohol en su aliento confirmó lo que la escena había sugerido: la espirometría arrojó un resultado positivo. Era una de esas noches en las que el juicio se pierde entre botellas, y las consecuencias llegan con la claridad de las esposas.
M.R. quedó detenido, a disposición de la Justicia. Los efectivos volvieron a la rutina, dejando atrás un motel que retomaba su silencio, como si nada hubiera pasado. Pero en Carmelo, las noches siempre guardan ecos, y esta no sería la excepción. La agresión quedaría grabada en el registro de una ciudad donde, a veces, los nombres comunes se convierten en historias para contar.
Comentarios