Había algo en Carmelo, algo que los Reyes Magos sentían cada vez que llegaban allí, año tras año. No era solo el olor a tilos que flotaba en el aire, ni el susurro constante del río Uruguay, como si éste tuviera algo importante que contar. No, era algo más: una vibración casi imperceptible, como si las estrellas brillaran un poco más sobre esta pequeña ciudad al sur del mundo.
Gaspar, Melchor y Baltasar descendieron esa noche con sus camellos, pero no desde el cielo, como muchos podrían imaginar, sino desde un camino de bruma que parecía fluir desde el río. «Carmelo siempre nos guarda algo nuevo», dijo Baltasar, mientras acariciaba el lomo de su camello. Los otros asintieron. Había en su andar una mezcla de solemnidad y travesura, como si supieran que su presencia aquí no era solo esperada, sino necesaria.
El misterio del Barrio San José
Su primer destino fue el Barrio San José. Allí, las calles parecían respirar quietud. Los camellos avanzaban despacio, sus pisadas dejando huellas casi imperceptibles sobre el empedrado. De repente, un destello. Gaspar se agachó y recogió un pequeño papel brillante: era un dibujo. Un niño había dibujado un barco navegando entre dos ríos. «Este niño quiere ser capitán», dijo en voz baja, y dejó junto a la puerta un cofre pequeño que brillaba con una luz tenue, como el reflejo del sol sobre el agua.
Desde detrás de una cortina, unos ojos espiaban. Una niña, apenas visible entre las sombras, susurró: «Son ellos. Han venido». Pero no dijo nada más. En Carmelo, las palabras también parecían guardar secretos.
El río como guía
En el Barrio Saravia, las calles se confundían con senderos que parecían perderse hacia el río. «Aquí todo fluye», murmuró Melchor, «incluso los sueños». En una casa al final del camino, encontraron un zapato viejo, remendado con cuidado. Baltasar se agachó y colocó dentro una brújula de madera. «Para que siempre encuentre el camino», dijo con una sonrisa.
El aire tenía una textura diferente en Carmelo, como si estuviera lleno de voces antiguas. Los Reyes escuchaban atentamente, no solo las risas de los niños soñando, sino algo más profundo: el susurro de generaciones que habían dejado sus propios sueños en estas calles y estos ríos.
Un encuentro inesperado en el Barrio Lomas
En el Barrio Lomas, los camellos se detuvieron de pronto. Una silueta pequeña, con un sombrero demasiado grande para su cabeza, los miraba fijamente desde la esquina. «¿Y ustedes qué hacen aquí?» preguntó, sin miedo pero con una curiosidad aplastante. Gaspar sonrió. «Estamos buscando a alguien que todavía cree». El niño levantó la vista y señaló hacia una casa con luces apagadas. «Ahí vive mi hermana. Siempre dice que los Reyes son como el viento: se sienten, pero nunca se ven».
Gaspar dejó un espejo pequeño en la ventana de la casa. «Para que pueda verse y recordar que a veces, lo invisible está más cerca de lo que pensamos», susurró antes de continuar.
La plaza que escucha
El centro de Carmelo, con su plaza rodeada de tilos, era un espacio que parecía saber más de lo que decía. Los Reyes caminaron entre los bancos, tocando las hojas de los árboles y sintiendo el suelo bajo sus pies. «Este lugar guarda más magia de la que podemos traer», dijo Melchor. En un banco dejaron un pequeño frasco con polvo brillante. «Para que nunca olviden que aquí, las historias siempre encuentran dónde echar raíces», añadió Baltasar.
El río, que parecía un personaje más en esta historia, se movía despacio, como si escuchara cada palabra.
Una despedida distinta
Cuando llegaron al Barrio Molino, los Reyes encontraron algo inesperado: en lugar de zapatos, había un camino de pequeñas piedras blancas, como si alguien hubiera querido guiarlos. Al final del sendero, una niña estaba despierta, sosteniendo un libro viejo. «¿Por qué vienen aquí cada año?» preguntó. Gaspar se arrodilló y la miró fijamente. «Porque en Carmelo, los sueños no solo se sueñan, se guardan. Nosotros solo venimos a recordárselos».
Esa noche, cuando los Reyes partieron, el cielo sobre Carmelo brillaba de manera especial. En las casas, los niños despertaron no solo con regalos, sino con una sensación difícil de describir: como si fueran parte de algo más grande, algo que conectaba a los ríos, los tilos, las estrellas y los secretos.
Carmelo, con su magia callada y su aire de misterio, se quedó en calma una vez más. Pero en el aire, el eco de los Reyes permanecía, suave y constante, como el río.
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