El 27 de enero de 2019 cayó domingo. Era un día de esos en que el sol pesa como una carga, en que la ropa se adhiere a la piel como una segunda costra de sudor. Treinta y Tres, tierra de tajamares, de caminos de polvo, de siestas con el canto agudo de las chicharras. A las ocho y media de la mañana, Juan Terra salió de su casa. Lo hizo como tantas veces antes, con la rutina sencilla de quien ha repetido el gesto mil veces: preparar el equipo de pesca, ajustar el anzuelo, revisar la heladera con las provisiones. Solo que esta vez no irían todos, solo los hombres.
El destino era un tajamar en Azotea de Ramírez, una hondonada de agua marrón, un espejo de barro donde el reflejo del cielo no era más que una excusa para imaginar profundidad. Cuatro amigos lo acompañaban: Andy Pereira, Ángel Danubio Pereira, Hébert López y Juan Gómez. Se conocían desde siempre. Sabían las calles del pueblo de memoria, las grietas de cada vereda, el sonido de los portones al cerrarse. Pero lo que ninguno sabía es que aquel día, en ese tajamar, algo los iba a separar.
La última pesca
Terra llegó en su BYD rojo, con un short y chinelas. Lo mismo que los otros. El ritual era siempre el mismo: acomodarse en la orilla, clavar el anzuelo en la boca del agua, esperar. A veces, la espera era solo una excusa para hablar de nada, para reírse de los mismos chistes de siempre. La pesca tuvo sus frutos, y la tarde se deslizó entre charlas y tragos tibios.
Entonces Terra se levantó. Dijo que iba a buscar el cuchillo al auto, que quería descamar los pescados. Le dijeron que no, que no era necesario, que lo hiciera después. Pero él insistió. Era un hombre de costumbres. A pesar del rengueo que arrastraba desde el accidente cerebrovascular (ACV) que había sufrido, fue.
El cuchillo. El auto. La vuelta. Y luego, el extravío.
«Creo que estoy medio perdido»
A las 16:36, el celular de Evangelia sonó. Desde el otro lado, la voz de su esposo llegó con la claridad de quien no sabe que está pronunciando las últimas palabras.
—No, no te vengas, yo te voy a buscar —le dijo.
Hizo una pausa, respiró.
—Sabés una cosa… creo que estoy medio perdido.
Ella le contestó con esa mezcla de cariño y fastidio que dan los años.
—No seas idiota, te fijás por dónde viniste y regresás.
La señal se cortó. Y con ella, el tiempo.
Evangelia esperó. Pensó que él le devolvería la llamada. Nunca lo hizo.
La casa vacía
La noche llegó y el teléfono sonó otra vez. Era Yenifer, una de sus once hijos.
—Papá está perdido.
Evangelia volvió a Plácido Rosas, el pueblo al que todos llamaban Dragón. Ahí había criado a sus hijos, había festejado sus bodas de oro apenas un mes atrás. Pero ahora todo estaba en silencio. Todo era vacío.
A las cuatro de la madrugada, entró a su casa. Él no estaba. Nunca volvió.
Y esa, fue la última vez que alguien lo escuchó.
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