De la redacción de Carmelo Portal
«Todo lo que se escribe en estos tiempos y que vale la pena leer está orientado hacia la nostalgia.»
Julio Cortázar (Rayuela)
Un cumpleaños no es solo un número. Es la evidencia de que el tiempo nos ha llevado hasta acá, como un río que sabe su cauce, como un destino que se reescribe con cada día.
Carmelo cumple 209 años y eso es, también, la historia de quienes la caminan, la sueñan y la padecen. Cumplir años en una ciudad es ser testigo de su manera de respirar. De cómo el viento sigue sonando igual en la Plaza Independencia pero las conversaciones han cambiado. De cómo el sol sigue cayendo dorado sobre las islas, pero los ojos que lo miran ya no son los mismos.
Pienso en Rayuela, en Cortázar. En la manera en que la historia de Oliveira se arma y se desarma según la página en que uno decida empezar. Carmelo es algo parecido.
No hay una única forma de vivirla, no hay una única manera de contarla. Depende del orden en que se elijan las esquinas, los adoquines, los muelles. Depende de si se empieza por el puente giratorio o por la playa Seré, por las mañanas de comprar en el comercio local o por la bruma que envuelve los barcos en la madrugada. Carmelo es una rayuela de calles y memorias, una ciudad que se lanza a la suerte del tiempo con la certeza de que siempre habrá alguien dispuesto a saltar sobre su historia.
Porque una ciudad se resignifica en sus espacios públicos. En la plaza donde los niños corren como si la infancia nunca se acabara, en las veredas que vieron pasar generaciones enteras de vecinos saludándose con un gesto leve pero suficiente. En el puerto, que de a ratos parece una postal detenida en el siglo XX, y en los bares que a veces se resisten a cambiar de manos, como si cerrarlos fuera un modo de romper la continuidad del mundo.
Pero ¿hacia dónde irá Carmelo en los años que vienen? ¿Cómo se desplegarán sus días? Quizás hacia el norte, allí donde las viñas siguen trepando en busca de sol. O hacia el oeste, donde las casas nuevas intentan empujar la ciudad más allá de sus límites.
Tal vez Carmelo del futuro tenga menos adoquines y más asfalto, menos almacenes y más supermercados. Quizás tenga más turistas y menos vecinos, más velocidad y menos tiempo. Pero en algún lugar, en algún rincón improbable, seguirá latiendo la ciudad de siempre. Esa que todavía huele a pan caliente a media mañana, la que se despierta con el murmullo del río, la que al caer la tarde se queda suspendida en el tiempo, como una piedrita en el aire de una rayuela que nadie quiere dejar de jugar.
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