De la Redacción de Carmelo Portal
En el centro de la historia, siempre hay un nombre. Un rostro. Un cuerpo. Y detrás, una trama de hilos invisibles que se tensan, se entrelazan, se desgarran. Familias separadas por el dolor, vidas que se cruzan en un punto de inflexión, donde todo lo que vino antes deja de importar y todo lo que vendrá después tendrá la sombra de ese instante.
Hay quienes miran desde lejos y opinan. Opinan con la levedad de quien nunca ha sentido el peso de una ausencia. Con la facilidad de quien cree que la vida es un tablero donde las fichas se mueven con lógica matemática, donde cada cual cosecha lo que siembra, donde el destino es el resultado de decisiones individuales. Pero la realidad es un tejido más complejo. Nadie llega solo a ningún lugar. Nadie está solo en su caída.
Las instituciones, la familia, los silencios, las palabras no dichas, los abrazos que no llegaron a tiempo, las ausencias que pesaron más que las presencias. Todo eso configura el paisaje de una historia antes de que ocurra la tragedia. Y cuando ocurre, cuando el golpe sacude, lo hace en todas direcciones. No hay un solo dolor, hay muchos. No hay una sola historia, hay vidas cruzadas. Y, sin embargo, la opinión pública se encarga de dividirlo en víctimas y culpables, de simplificar lo complejo, de ignorar que, muchas veces, todos cargan con su parte de sombra.
Las historias de niños, de adolescentes, son las más frágiles. Crecer en esta sociedad no es fácil. A veces la violencia se hereda sin que nadie la nombre. A veces el desamor se transmite en gestos invisibles. A veces el mundo no da tregua y un chico se encuentra en la calle y nadie se pregunta cómo llegó ahí. Solo se preguntan qué hizo después. Y entonces, cuando ocurre lo peor, cuando una mala acción se suma a la estadística, empiezan las preguntas equivocadas: ¿en qué falló? ¿qué debería haber hecho distinto?
Pero tal vez la pregunta no debería ir hacia atrás, sino hacia adelante: ¿qué hacemos con los que quedan? Con los que viven en la orilla de la desgracia, con los que no saben cómo seguir, con los que no entran en los relatos cómodos de héroes y villanos. Porque la verdadera historia no es la de los hechos consumados, sino la de lo que aún puede cambiar.
El dolor es un hilo fino. Puede separar o unir. Puede convertirse en una frontera o en un punto de encuentro. Y en esa fragilidad de la desgracia compartida, tal vez haya una posibilidad de comprendernos mejor. De hablar menos y escuchar más. De dejar de opinar desde la distancia y empezar a mirar de cerca.