El que nunca vivió un carnaval en Carmelo no sabe lo que es caminar por la calle y sentir que el suelo tiembla, que el aire está cargado de tambor, que el verano se despide con espuma en la cara y purpurina pegada en la piel hasta marzo. Porque en Carmelo, cuando llega febrero, el tiempo se mide en repiques, la alegría es un mandato y la noche es una excusa para bailar hasta que amanezca.
Este Carnaval 2025 tiene doble dosis de fiesta: domingo 2 y sábado 8, dos noches en las que el asfalto se vuelve pasarela y las comparsas sacuden la ciudad con ritmo, color y pura pasión carnavalera. Y la cita es sagrada: a las 20:30 horas, cuando la primera cuerda de tambores haga sonar el aviso de que la fiesta está en marcha.
El desfile: la fiesta en la calle
El carnaval en Carmelo no es solo una tradición, es una forma de vivir. Y el desfile, ese desfile que todo el mundo espera, arranca con Barra Macanuda, que ya es un símbolo, el banderazo de largada para una noche de pura energía. Luego vienen los cuerpos pintados, las plumas que se agitan en el aire y los ritmos que contagian a todo el público. Samba Bahía, con su cadencia brasileña que transporta a otro mundo; El Colibrí, con su elegancia y sus colores vibrantes; el estruendo inconfundible de Eco de Tambores, la fuerza ancestral de Mozambique. Y cuando parece que la fiesta ya dio todo, llegan la majestuosidad de Morenada Lonjas y el torbellino de Batucada Alegría, que pone el broche de oro a una noche que nadie quiere que termine.
El sábado 8, la historia se repite pero con otro orden, porque en carnaval nunca hay una noche igual a la otra. Batucada Alegría cambia de puesto, los tambores suenan en otro momento, pero la esencia es la misma: Carmelo en llamas, ardiendo en fiesta, en canto, en baile.
Cuando la ciudad baila
No hay un solo rincón de Carmelo que no sienta el carnaval. Desde temprano, los barrios se preparan. Los trajes esperan su turno, las baquetas golpean madera en un último ensayo, las costureras ajustan el último brillo, los tambores descansan en las veredas hasta que la hora mágica llegue.
En las calles, las tribunas improvisadas son un espectáculo en sí mismas. Hay quienes miran el desfile desde la caja de una camioneta, quienes llevan reposeras de playa, quienes se trepan a un muro o se sientan en el cordón con un mate en la mano. Los boliches revientan, la espuma vuela en todas direcciones, los gurises más chicos declaran guerras de aerosol a cualquiera que pase distraído.
Y en algún rincón de la avenida, un veterano que alguna vez desfiló, con la remera pegada de sudor, se detiene a mirar. No está en el escenario, pero su cuerpo se mueve solo, al ritmo de un repique que conoce de memoria. Porque en Carmelo, el carnaval no se mira: se vive.
Cuando la última comparsa cruce la avenida y el eco de los tambores se apague en la madrugada, quedará en el aire esa sensación extraña, mezcla de alegría y melancolía. Pero nadie se asusta: el carnaval nunca se va del todo. Solo descansa, esperando que llegue otra vez el momento de hacer temblar la ciudad.
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