Carmelo no aparece en el cuento de Alfredo Bioy Casares. Al menos, no aparece del modo en que uno esperaría. No hay calles de tierra ni barcos amarrados, no hay la luz amarilla del barrio del puerto, ni el eco de un almacén en el que suene un tango viejo.
Y, sin embargo, Carmelo está ahí. Como horizonte, como promesa, como la última orilla de los que huyen.
En «Plan para una fuga al Carmelo», un profesor universitario, Félix Hernández, descubre que lo van a «visitar». No es una visita cualquiera: en su mundo, en esa Argentina futura que dibuja Bioy con una naturalidad inquietante, los médicos no curan. Determinan quién puede seguir viviendo. Y a Hernández ya lo han puesto en la lista de los descartables.
Su única opción es cruzar a la otra Banda, llegar a Uruguay, ese país que, en la lógica del cuento, se ha convertido en un santuario de viejos inmortales. En Argentina, la medicina ha logrado erradicar las enfermedades y prolongar la juventud. Pero del otro lado del río, los uruguayos han ido más allá: han vencido a la muerte, pero no al envejecimiento. En Buenos Aires, la vejez es un crimen. En Carmelo, es una condena eterna.
Hernández se resiste a aceptar su destino. Quiere llevarse con él a Valeria, su joven estudiante, su compañera. Pero en las huidas siempre hay alguien que llega tarde. Mientras los motores de la lancha empiezan a alejarse del Tigre, una sirena rasga la noche. La fuga ya no puede esperar.
El cuento termina ahí, en ese rumbo incierto al Carmelo, en esa idea de un escape hacia un mundo que no sabemos si es mejor o simplemente otro infierno con distinta temperatura.
Carmelo como frontera imaginaria
¿Por qué Bioy eligió Carmelo y no otro punto del mapa?
La lingüista uruguaya Lisa Block de Behar ha señalado un detalle inquietante: Bioy nunca menciona la palabra «Uruguay» en su cuento. Solo habla de «la otra Banda», un término que evoca la antigua Banda Oriental y que, en su sutileza, refuerza la sensación de un país visto desde lejos, convertido en un mito. Sin embargo, sí nombra a Carmelo, lo que lo convierte en el único punto geográfico real en la historia, un destino más concreto que el país entero.
Quizás porque los escritores argentinos, de algún modo, siempre han visto a Uruguay como una geografía alternativa, una dimensión paralela donde las reglas del tiempo y la historia operan con otras velocidades.
Borges hizo de Montevideo un refugio para compadritos y traidores. Onetti convirtió Santa María en la versión espectral de cualquier ciudad del litoral. Y Bioy, sin necesidad de describir una sola de sus calles, imaginó a Carmelo como un umbral entre la vida y la muerte.
Porque eso es lo que han hecho siempre los argentinos con Uruguay: proyectar en él sus angustias, sus nostalgias, sus posibilidades. Lo han convertido en la versión mejorada de su propio país, o en el espejo donde ven reflejado su peor miedo.
Carmelo, en el cuento, no es un lugar. Es una idea. Es el destino de los que ya no encajan, el refugio de los que sobran, la última parada antes del olvido.
Tal vez, por eso, en las escuelas y bibliotecas de este lado del río, deberíamos recuperar esa mención de Bioy. Dejar de pensar a Carmelo solo como un sitio de lanchas y bodegas, de turistas de fin de semana y veraneantes del Delta. Y entender que, alguna vez, fue el sueño de un hombre que ya no podía quedarse en Buenos Aires.
Que en un cuento olvidado, escrito por una de las mentes más brillantes de la literatura universal, Carmelo fue el nombre de la libertad.
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