De la Redacción de Carmelo Portal
El sonido del obturador resuena en la habitación. Un clic seco, preciso. Gladys Ethel Parentelli Manzino observa a través del visor. No es solo un retrato lo que busca, no es solo una imagen. Es la captura de un tiempo, de una lucha, de una forma de habitar el mundo. Su vida, como la película fotográfica, es un proceso de revelado lento, paciente. Hay que esperar, encuadrar, ajustar la luz, entender la sombra. Y luego, apretar el disparador en el momento exacto.
Nació en Carmelo, un pueblo con aroma a río y a vendimia, en 1935. Fue en la casa de su abuela donde abrió los ojos por primera vez, y probablemente allí aprendió que la vida es un tejido de memorias entrelazadas. Su padre, aficionado a la mecánica y la fotografía, le mostró el mundo a través de un lente. Pero el suyo sería un camino distinto. Si él domaba el metal y la imagen, ella sería quien daría forma a la historia, a su historia.
Gladys creció entre el olor a papel impreso y los ecos de la iglesia, en una América Latina atravesada por dictaduras, pobreza y revoluciones. Desde muy joven entendió que la fe no era un refugio, sino un compromiso. Se hizo teóloga, pero no de las que repiten dogmas, sino de las que desmontan los altares de mármol para hacer espacio a los descalzos. Era feminista cuando serlo era un acto de herejía. Ecofeminista cuando esa palabra aún no existía.
El exilio, la misión, la guerra
En 1969, con el viento de las dictaduras soplando fuerte en Uruguay, tomó sus pocas pertenencias y se marchó a Venezuela. No por elección, sino por destino. Enviada por el Movimiento Internacional de Juventudes Agrarias Católicas (MIJARC), encontró en los llanos y montañas venezolanas otra patria, otro altar, otro pueblo con el que armar su revolución silenciosa. Allí, entre mujeres campesinas, comunidades indígenas y curas obreros, consolidó su pensamiento: la tierra y la mujer eran una sola. Ambas violentadas, explotadas, saqueadas.
Mientras la iglesia institucional abrazaba el Concilio Vaticano II con la prudencia de los siglos, Gladys fue una de las pocas mujeres latinoamericanas que lograron entrar en el corazón de ese evento como observadora. Paulo VI la eligió, tal vez sin saber que estaba colocando dentro de la estructura una semilla de insurrección. Ella soñaba con una iglesia horizontal, con olor a pueblo y no a incienso, con rostros femeninos en el altar y no solo en las estampas de los santos.
Pero el Vaticano II fue una promesa a medias. Como quien toma la foto de un amanecer pero olvida revelar el rollo. Gladys no se rindió. Regresó a Venezuela y continuó su obra. Creó redes, coordinó publicaciones, dictó conferencias. Habló de derechos sexuales y reproductivos cuando decir «aborto» era suficiente para ser expulsada del templo. Fundó organizaciones y dio voz a mujeres que nunca habían tenido una.
La teóloga con cámara en mano
La imagen no es neutral. Un encuadre puede glorificar o condenar. Ella lo sabía. Por eso, además de teóloga, fue fotógrafa. No de las que buscan el paisaje perfecto, sino de las que entienden que la cámara es una herramienta de denuncia. Retrató rostros indígenas, manos agrietadas, miradas que cargaban siglos de opresión. La historia de América Latina no estaba en los libros de los teólogos europeos, sino en esos rostros.
Fue coordinadora en la Red Universitaria Venezolana de Estudios de las Mujeres y directora del Foro Permanente por la Equidad de Género. Construyó teorías y praxis, pensamiento y acción. Pero el ecofeminismo no era solo un concepto para ella. Era una manera de respirar, de caminar, de mirar el mundo. La lucha de las mujeres no podía separarse de la lucha de la naturaleza. La violencia que se ejercía sobre una era la misma que se ejercía sobre la otra.
El último disparo
Gladys Parentelli murió en agosto del 2024, en Colonia del Sacramento, donde el río se hace mar y el tiempo se detiene en las fachadas antiguas. Allí terminó su viaje, en una ciudad que, como ella, guarda huellas de otras épocas.
No hubo grandes homenajes. No hubo titulares en los diarios. No hubo misas multitudinarias. Pero su legado quedó en cada mujer que entendió que su cuerpo no es un templo para ser guardado, sino un territorio para ser defendido. En cada fotografía que capturó la resistencia en una mirada. En cada estudiante que aprendió a pensar la teología desde la calle y no desde el púlpito.
En la fotografía de su vida, la luz no es artificial. Es la de los atardeceres en Carmelo, la de los fogones en las comunidades indígenas, la de los vitrales de las iglesias pobres. No hay pose. No hay artificio. Solo una mujer con la cámara en la mano y la historia latiendo en sus ojos.
Comentarios