Desde la Redacción de Carmelo Portal
El programa de gobierno municipal es, en teoría, el contrato entre el candidato y los ciudadanos. Un compromiso escrito, un mapa de ruta hacia la gestión local. Pero en la práctica, muchos de estos documentos carecen de lo esencial: el cómo. Las promesas se enumeran como una lista de deseos, pero sin trazabilidad, sin costos detallados, sin diagnóstico real de las finanzas municipales.
En las ciudades más avanzadas, el diseño de políticas públicas no es un ejercicio de retórica, sino de precisión técnica. En Finlandia, por ejemplo, cada propuesta de gobierno local pasa por una estricta evaluación económica y de impacto antes de ser siquiera considerada en campaña. En Canadá, los ciudadanos pueden acceder a portales donde la recaudación y el gasto municipal se muestran con cifras actualizadas en tiempo real. Pero en buena parte de América Latina, el candidato promete, gana, asume y recién ahí empieza a preguntarse cómo financiar lo que prometió.
¿Por qué no se hace aquí lo que en otros lugares es normal? Porque la política sigue funcionando con reglas de inercia. No se estructura el debate en torno a la viabilidad, sino a la emoción. Se construyen campañas con frases resonantes y no con estudios de impacto. Se habla de obras públicas como si el dinero surgiera de una abstracción llamada ‘presupuesto’, y no de la recaudación efectiva, de impuestos, de partidas, de fondos muchas veces limitados y sujetos a la gestión de cada intendencia.
El problema de base es que la planificación municipal no está firmada por especialistas, sino por equipos de campaña. Se debería exigir que cada plan de gobierno presentado para una elección municipal tenga el respaldo de técnicos, de economistas, de urbanistas, de expertos en administración pública. Que cada propuesta tenga un anexo con cifras proyectadas, fuentes de financiamiento y estimaciones de impacto. Pero no. En muchos casos, los planes se presentan como documentos de aspiraciones, sin la rigurosidad mínima que la ciudadanía debería exigir.
Y luego viene la gestión. Se asume el cargo con un cúmulo de promesas y, ante la realidad, se recurre a la excusa más habitual: ‘no hay fondos’. La decepción ciudadana se instala, el escepticismo crece y la política pierde credibilidad. Y es que la verdadera gestión municipal no empieza el día después de la elección, sino mucho antes. En el momento en que se diseñan las propuestas con la seriedad que requieren.
Si queremos gobiernos locales eficientes, es hora de cambiar las reglas del juego. Transparencia, rigor técnico y responsabilidad en la planificación no deberían ser elementos opcionales, sino requisitos indispensables. Porque las promesas vacías cuestan. Y las paga la ciudadanía, siempre.