De la Redacción de Carmelo Portal
La llovizna no alcanzó. Cayó como un susurro sobre la piedra, como si pidiera permiso. Pero no detuvo nada. En Calera de las Huérfanas, la historia volvió a abrir las puertas, y Colonia cerró su vendimia con una celebración que fue más que un brindis: fue un rito.
Había vino, claro. Pero también había memoria. Porque no se puede hablar de uvas sin hablar de la tierra. Y en Calera, esa tierra tiene voz propia. Habla desde las ruinas jesuíticas, desde los muros cubiertos de líquenes, desde las cepas centenarias que aprendieron a resistir el viento y el sol.
La jornada comenzó despacio, como empiezan las cosas que se saben importantes. Productores, cocineros, artistas y curiosos se acercaron al corazón de ese lugar que, en el siglo XVIII, enseñó a fermentar vino antes que muchos imaginaran que en Uruguay eso podía hacerse. Y lo celebraron como se celebra lo que vale: con respeto y con alegría.
No hubo discursos largos. No hicieron falta. La gastronomía ocupó su lugar con platos pensados para el maridaje, y los vinos —locales, intensos, trabajados a pulmón— fueron servidos una y otra vez, sin apuro. La música sonó en vivo, sin artificios. Las guitarras, los tambores, las voces, acompañaron la caída lenta del sol sobre los restos de la capilla, como si todos supieran que estaban participando de algo más grande que un evento: de un cierre que es también una apertura.
Porque la vendimia no termina. Cambia de forma. Lo que se cosechó en silencio ahora se transforma. Y lo que fue fruto, se hace copa.
Esa tarde-noche, en Calera de las Huérfanas, el vino no fue sólo bebida. Fue testimonio. Fue el modo de decir: aquí estuvimos, aquí seguimos, aquí brindamos.
Comentarios