De la redacción de Carmelo Portal
Una ciudad de 19 mil habitantes no parece, a simple vista, un lugar complicado de gobernar. No tiene el vértigo de Montevideo, ni la densidad política de Colonia del Sacramento. Y, sin embargo, Carmelo carga con una historia que parece repetirse en bucle: candidaturas recicladas, promesas idénticas, gestos de cercanía que no alcanzan, presupuestos que se reparten sin demasiadas preguntas y una ciudadanía que, harta, no deja de mirar a la política como el gran culpable de todos los males.
Lo curioso es que, en esa ecuación de culpabilidad, los dedos siempre apuntan hacia afuera. “Los políticos no hacen nada”, se dice. “Siempre son los mismos”, se repite. “Están para llenarse los bolsillos”, se sentencia. Pero muy pocos se preguntan qué parte de responsabilidad le corresponde a la sociedad que los elige una y otra vez, a la cultura local que tolera, acepta o naturaliza prácticas que a veces se acercan más a la desidia que a la gestión.
Carmelo tiene particularidades que no figuran en los manuales de descentralización ni en los discursos del interior profundo. Aquí no hay una sola Carmelo. Hay una ciudad dividida en sectores históricos: el centro con sus autos buscando estacionar, el puerto como postal del pasado, los barrios nuevos con sus calles de tosca y el cementerio de obras eternas que bordean la costanera. Y en cada rincón, un reclamo: por una calle, por un contenedor, por una cancha, por una rampa que nunca se hizo. Los reclamos son válidos. Lo que sorprende es la resignación con la que se asumen.
El proceso electoral de 2025 ya empezó a sacudir los pasillos del Municipio. Las mismas caras de siempre, con alguna excepción que intenta colarse por los márgenes. Vecinos que ayer se quejaban en redes sociales hoy caminan al lado de candidatos como asesores. Militantes que juraron no volver a creer, ahora gestionan likes y fotos de campaña. ¿Qué cambió? Poco. El ciclo es cíclico.
Pero si la pregunta es “¿de quién es la culpa?”, vale mirar más allá. ¿Y si no es solo de los políticos? ¿Y si hay un modo de hacer ciudad, de convivir con el desgobierno, que todos aceptamos? En Carmelo, como en tantas ciudades pequeñas, los vínculos personales pesan más que los programas. Aquí importa más el “lo conozco de toda la vida” que lo que se hace o no se hace. Las instituciones locales —gobiernos, clubes, comisiones— no escapan a esa lógica. Hay una especie de pacto tácito de no exigir demasiado, de no romper con lo que hay, porque lo que hay al menos es conocido.
Eso no significa que no haya rebeldías. Hay vecinos que pelean por su barrio, personas que preguntan donde otros callan, estudiantes que se involucran. Pero el entramado social es complejo. Y muchas veces, la crítica se vuelve ruido blanco: constante, molesto, pero inofensivo. Como el murmullo de una radio vieja que ya nadie apaga.
Jesús Fernández-Villaverde, en una columna sobre la cultura cívica en España, apuntaba que la corrupción ciudadana empieza cuando alguien estaciona en doble fila “por cinco minutos” y termina naturalizando el robo de fondos públicos. Tal vez Carmelo también tenga algo de eso: una cultura local que tolera lo pequeño, lo doméstico, el “así se hace acá”. Y desde ahí se construye —o se impide— la política.
¿Hace falta una revolución de ideas? Quizás. ¿Hace falta que alguien nuevo, distinto, venga a romper el molde? Puede ser. Pero también hace falta que la ciudadanía asuma su parte. Que la crítica no sea solo al otro, sino también al espejo.
En una ciudad de 19 mil habitantes, la política no está en una torre lejana. Está en la feria, en el club, en la escuela, en la cola del cajero. Y ahí es donde hay que empezar a preguntarse: si todos sabemos lo que no funciona, ¿por qué seguimos actuando igual?
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