El micrófono firme en las manos de Mario Álvarez. No por el viento que soplaba desde el río. Firme por lo que representaba: la palabra sostenida en un precipicio.
A sus espaldas, el Sindicato de Calcar y la Federación de Trabajadores de la Industria Láctea (FTIL) alzaban carteles como antorchas apagadas. Eran decenas. No tantos como antes, pero sí los suficientes para decir: aún estamos acá.
“Hay que dejar de hablar de lo que pasó”, dijo Álvarez, la voz dura, la mandíbula firme. “Hay que dejar de hablar de dónde está lo que se quedaron algunos directivos. Empecemos a hablar de cómo cambiamos. De cómo cambiamos la cabeza. De cómo cambiamos el chip. Es hora de traer soluciones”.
Lo que alguna vez fue una cooperativa pujante, orgullo de una ciudad, es hoy el escenario de una batalla final. Para los trabajadores de Calcar, la planta huele a hierro oxidado y leche evaporada. La palabra que sobrevuela los discursos ya no es “reconversión” ni “rescate”. Es “irreversibilidad”.
Los rostros curtidos de los trabajadores decían más que los carteles. No era una manifestación. Era una despedida con resistencia. “No queremos seguro de paro, queremos trabajar. Somos trabajadores, sabemos manejar la industria y hoy estamos comprometidos con la causa”, insistió Álvarez. Su frase quedó suspendida en el aire como una oración sin misa.
Desde la otra vereda, la del Estado, las respuestas han sido esquivas. “Háganse cargo”, lanzó sin rodeos, mirando al horizonte como si allí estuviera el interlocutor ausente.
Luis Guigou, otro de los voceros de Calcar, aportó una imagen precisa del laberinto: “La cooperativa se presentó a concurso, y hoy por hoy los caminos jurídicos son los que nos están trabando. Entendemos que tenemos todas las herramientas para mañana mismo empezar a trabajar”. La frase tenía algo de clamor, algo de oferta y algo de ultimátum.
Detrás de todo esto hay un mapa rural que se desangra. Enrique Méndez, dirigente de la FTIL, lo dibujó con palabras: “Esto es parte de un sistema lácteo que cada día vive un proceso de concentración. La leche no falta, lo que faltan son productores, plantas industriales y, sobre todo, familias trabajadoras. Especialmente en el interior profundo”.
La postal se repite en Uruguay como un eco: las industrias locales cierran, las cooperativas agonizan y los pueblos achican su pulso. Calcar no es un caso aislado, es el síntoma de algo más vasto, más estructural. Es el cuerpo que se cae después de tantos años de fiebre.
En las calles de Colonia, mientras la movilización se diluía, quedaba una certeza incómoda: los trabajadores quieren seguir, pero el sistema parece decidido a no esperarlos.
Y en ese espacio –el que va del deseo al silencio– se escribe, una vez más, la crónica de un país que aún no sabe qué hacer con los que quieren trabajar.
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