Adolfo Bioy Casares, uno de los grandes autores de la literatura fantástica en lengua española, escribió Planes para una fuga al Carmelo en los años ochenta, cuando su vida personal atravesaba una etapa de recogimiento y reflexión. La vejez, la enfermedad de su esposa Silvina Ocampo y el duelo por la muerte de Borges moldearon su escritura en esta etapa final. El cuento, incluido en la colección Historias desaforadas (1986), presenta una sociedad distópica en la que los ancianos son eliminados para preservar la “salud colectiva”. En ese contexto, Carmelo aparece como último refugio para los que aún desean vivir.
Un cuento sobre la inmortalidad y la persecución
El protagonista de Planes para una fuga al Carmelo es Félix Hernández, un profesor universitario que vive en una Argentina donde la juventud eterna se ha vuelto obligación. En el país, cualquier signo de envejecimiento es castigado con la muerte por razones “terapéuticas”. Uruguay, en cambio, ha desarrollado un método para suspender la muerte biológica, aunque no el deterioro físico.
“Llegamos al período actual. El hombre despierta, descubre lo que siempre supo, que la felicidad depende de la salud, y se pone a matar por razones terapéuticas”, dice Hernández en una de las frases más significativas del cuento (Bioy Casares, Historias desaforadas, 1986).
La inmortalidad, uno de los temas constantes en la obra de Bioy, no se presenta aquí como una bendición, sino como un dilema: vivir sin morir puede implicar envejecer para siempre. En medio de ese dilema, Carmelo —ciudad uruguaya ubicada frente a Buenos Aires, en el departamento de Colonia— se proyecta como destino de fuga.
¿Por qué Carmelo?
No hay registros biográficos que prueben que Bioy Casares haya visitado Carmelo personalmente. Tampoco lo menciona en sus memorias ni en las numerosas entrevistas que concedió. Sin embargo, su elección no parece caprichosa. Carmelo es un lugar real, accesible desde Buenos Aires en pocas horas, pero simbólicamente lejano. Es una frontera: cercana pero ajena, oriental pero íntima.
Beatriz Sarlo, en Una modernidad periférica (1990), sostiene que Uruguay fue muchas veces imaginado por los escritores argentinos como “una versión apaciguada y reflexiva del mundo rioplatense”. Esa visión podría explicar por qué Bioy ubica allí su promesa de salvación.
Carmelo, además, condensa elementos simbólicos que refuerzan la idea de fuga: una ciudad fluvial, vinculada a la fundación artiguista, con historia, pero sin estridencias. Es, para Hernández, una “última orilla” donde aún es posible escapar del mandato del rejuvenecimiento obligatorio.
Una etapa de introspección
Cuando escribió este cuento, Bioy tenía más de 70 años. Borges, su gran amigo y colaborador, había muerto en 1986. Silvina Ocampo, su esposa, atravesaba una etapa de salud muy frágil, y Bioy comenzaba a vivir con mayor intensidad los efectos del paso del tiempo.
Daniel Martino, biógrafo de Bioy Casares y editor de sus obras completas, señala en el prólogo de Obras completas (Emecé, 2006) que el autor “en sus últimos años escribió con menos regularidad, pero con un tono más personal, más preocupado por el tiempo, la vejez y la muerte”. En ese clima, Planes para una fuga al Carmelo no es sólo un relato fantástico: es también una meditación íntima sobre el envejecimiento.
No hay datos documentados sobre cuánto tiempo le llevó escribir este cuento en particular, pero se sabe que Bioy escribía con lentitud y revisaba obsesivamente. En entrevistas, como la que le concedió a Osvaldo Ferrari en Radio Municipal de Buenos Aires (1985), afirmaba que “un cuento puede llevarme semanas o años; los mejores son los que se dejan escribir solos, y son raros”.
Entre la ficción y el Río de la Plata
Con Planes para una fuga al Carmelo, Bioy no sólo escribió un cuento fantástico: escribió también una cartografía existencial. Carmelo aparece como un punto del mapa que se convierte en símbolo: de esperanza, de exilio, de resistencia al olvido y a la desaparición.
El cuento cierra con el protagonista iniciando su fuga. Carmelo no se describe. No se llega. Se sueña. Y ese gesto —el de proyectar la salvación al otro lado del río— es una de las formas más elegantes y melancólicas con que la literatura argentina ha imaginado al Uruguay.
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