Podríamos empezar con Hamlet, por supuesto, pero también con Abhimanyu. Encerrado en el vientre de su madre -como dice una de las versiones del Mahabhrata-, Abhimanyu oye a su padre, Arjuna, hablar con su esposa de una estrategia bélica. La estrategia consiste en una formación denominada el “disco”, en la que una fila mortífera de soldados enemigos describe una espiral perfecta en torno a un guerrero. Siete pasos, ejecutados en una secuencia precisa, permiten atravesar el laberinto mortal y escapar. Abhimanyu escucha con atención, pero, mientras Arjuna habla, la madre se queda dormida y la conversación se interrumpe.
Cáscara de nuez, la compacta y cautivadora nueva novela de Ian McEwan (Aldershot, 1948), también trata de espirales mortíferas y mensajes perdidos entre padres e hijos aún no nacidos, si bien, en este caso, lo que pende de un hilo es la suerte del padre. Prometo no revelar la formidable genialidad de la trama, pero el punto de partida es el siguiente: Trudy, frágil y desasosegada, vive en Londres en una casa tan deteriorada como valiosa, en la que pasa las calurosas tardes planeando el asesinato de su marido, John. Está embarazada del hijo de John y su estado de gestación es avanzado. El amor de la pareja se ha extinguido y se han separado. A ella, él ya no le inspira más que una “corteza retiniana de aburrimiento”. Él se ha mudado a Shoreditch, donde se gana la vida a duras penas como poeta y editor.
El cómplice del asesinato -“inteligente, oscuro y calculador”, pero también “brillante en su mediocridad, insulso más allá de lo imaginable… un hombre que silba continuamente, pero no canciones, sino sintonías de la televisión cuyos comentarios forman un goteo flojo y estúpido”- es Claude, un promotor inmobiliario. Claude -el Claudio de Hamlet- no precisa ningún disfraz literario. Es el hermano de John, un hombre tosco y próspero con el que Trudy (Gertrudis) tiene una aventura.
¿Y qué hay del narrador de la saga? Presten atención. El narrador es el hijo de Trudy, que, todavía en su vientre, oye cómo su madre y su tío hacen planes y se confabulan mientras toman café en la cocina de Hamilton Terrace, y que se ve obligado a soportar cada noche la infamia posiblemente letal del coito de su tío. “Aprieto las encías, me afianzo contra las paredes del útero”, nos dice el feto amargamente. “En cada envite del pistón tengo miedo de que traspase, de que me penetre los tiernos huesos del cráneo y siembre mis pensamientos con su esencia, con la nata torrencial de su banalidad. Entonces, con el cerebro lesionado, pensaré como él. Seré el hijo de Claude”.
¿Hay otro escritor vivo capaz de llevar a buen puerto un argumento como este? En Cáscara de nuez nos vemos enfrentados a un narrador extraordinariamente fiable. El hijo no nacido conoce hasta el último detalle del futuro asesino de su padre; el batido regado con etilenglicol de una tienda de la calle Judd que sofocará a John con su veneno pegajoso; el guante infestado de arañas utilizado para explicar la ausencia de huellas digitales en la botella; las cámaras de seguridad repartidas por todo Londres, que captarán la conspiración en curso.
A decir verdad, ni siquiera el imperturbable testigo conserva siempre intacto su buen juicio. Es tan frecuente que lleve una curda -en el tercer trimestre, Trudy bebe por dos- que, a la tierna edad de treinta y pico semanas, distingue la euforia acre y herbácea de un Sauvignon del sosiego, mezcla de cuero y tabaco, del Pomerol corriendo por las venas de la placenta. Pero, cuando está sobrio, aprende a componer una imagen del mundo a través de sus vistas atenuadas y sus sonidos sincopados; inventa su propia borrosa cámara de seguridad amniótica. La sabrosa subida de las hormonas de su madre le cuenta una malévola historia de la que solo él está al tanto.
Cáscara de nuez, la compacta y cautivadora nueva novela de Ian McEwan, trata de espirales mortíferas y mensajes perdidos entre padres e hijos aún no nacidos El estilo es austero y potente, a menudo implacablemente hermoso. “Pues aquí estoy, cabeza abajo en una mujer”, empieza la novela. “Con los brazos cruzados pacientemente; esperando; esperando y preguntándome quién soy yo allí dentro, para qué estoy allí. Mis ojos se cierran con nostalgia cuando recuerdo cómo llegué al interior de mi translúcido saco amniótico, cómo floté entre sueños en la burbuja de mis pensamientos a través de mi océano privado, dando volteretas a cámara lenta. Creo que soy inocente, pero, al parecer, formo parte de un complot. Creo que el corazón de mi madre -bendita sea por siempre-, con su ruidoso chapoteo, está implicado en él”.
Las acrobacias literarias imprescindibles para dar vida a esta clase de narrador intrauterino ya serían motivo suficiente para admirar la novela, pero McEwan, además de ser uno de los más consumados artífices de la trama y el estilo, resulta ser también un autor profundamente estimulante cuando habla de ciencia. Sus reflexiones son a menudo oblicuas y tangenciales y, sin embargo, consigue penetrar a través de las espirales de algunos de los dilemas más apasionantes de la ciencia contemporánea.
En Amor perdurable, la novela se desarrolla a partir de un extraño y obsesivo síndrome psiquiátrico -la erotomanía-, por la cual un personaje es cautivo de la ilusión de que otro está secretamente enamorado de él. Pero la verdadera historia trata de la percepción neuropsiquiátrica del amor. ¿Qué “amor” existe cuando solo lo imagina una persona? ¿Qué ocurre cuando lo imaginado perdura demasiado tiempo?
También en el fondo de Cáscara de nuez acechan extrañas cuestiones científicas sobre la genética, el parentesco y el yo. Consideremos el problema: la criatura que una mujer lleva en su vientre no es una “reproducción”, como nos recuerda Andrew Solomon, sino una producción, una amalgama genética del padre y la madre. El feto solo comparte la mitad de los genes de la madre; inevitablemente, es en parte él mismo, y en parte un huésped ajeno.
En Cáscara de nuez, la combinación genética resulta ser más agria que dulce. Mientras Claude y Trudy preparan su abominable conspiración, el feto incuba su propia matriz para salvar a su padre, “la mitad de mi genoma”, en sus propias palabras. Pero, ¿cómo saber cuáles son las lealtades de nuestros genomas? ¿Y si los dos genomas de un organismo estuviesen en guerra? Los lectores bien informados reconocerán en Cáscara de nuez la influencia de Richard Dawkins (sobre cuya obra McEwan ha escrito concienzudamente), pero esto apenas tiene importancia. El placer de este libro tensamente urdido no necesita lecturas obligatorias.
¿Y qué pasó con Abhimanyu? Dieciséis años después, siendo un joven guerrero, queda atrapado en el laberinto en espiral. Lucha y se abre camino a través de los pasos prescritos, que recuerda de aquel momento en que estaba en el útero, pero, en el último, vacila, y una lluvia circular de flechas lo aniquila. No me propongo divulgar el clímax de Cáscara de nuez, que nos hace estremecer hasta los huesos. Solo revelaré una cosa: el narrador, recordando la evasión final, conoce la vía de escape.
Vía El Cultural – Siddhartha Mukherjee