De todas las descripciones de la personalidad de José Artigas (1764 – 1850), desde los escasos “retratos hablados” de sus contemporáneos (como el de Larrañaga, en 1815) hasta las incontables biografías posteriores, ninguno me ha impresionado tanto como este párrafo que recogen Reyes Abadie y Vázquez Romero en su monumental “Crónica General del Uruguay” (Montevideo, EBO, 1981, Tomo II, pág. 289).
¿Y esto por qué? Porque su autor es nada menos que Bartolomé Mitre (Buenos Aires, 1821 – 1906), político, militar, primer presidente de la Confederación Argentina, y en lo que más nos interesa aquí, uno de los intelectuales –junto con Domingo F. Sarmiento- que fundaron la “leyenda negra” de Artigas, que opacó su figura de estadista, hasta bien entrado el Siglo XX.
El joven Mitre escribe esta página en 1841, en Montevideo, donde se ha exiliado, pues el federal Juan Manuel de Rosas lo ha expulsado de la Confederación Argentina, justamente por ser unitario. Mitre adhería a un ideario opuesto al que había levantado Artigas con su Liga Federal y que le costara su aplastante derrota militar por la alianza de Buenos Aires, los caudillos del Litoral (López, Ramírez) y la Corona Portuguesa, entre 1816 y 1820.
Es decir, José Artigas representa todo lo que Bartolomé Mitre odia: el pueblo (criollos, mestizos, indios, negros), una República Federal y un gobierno democrático. Además, en 1841, “El Protector” llevaba más de 2 décadas en el Paraguay, era un anciano y ya no representa ningún peligro. Por tanto, estas líneas son más objetivas, menos apasionadas, tienen la perspectiva de un historiador que juzga a alguien de una generación anterior. Y sin embargo, no pueden disimular la admiración que experimentó en el ilustrado Mitre.
“Artigas era verdaderamente un hombre de hierro. Cuando concebía un proyecto no había nada que lo detuviera en su ejecución; su voluntad poderosa era del temple de su alma y el que posee esta palanca puede reposar tranquilo sobre el logro de sus empresas. Original, en sus pensamientos como en sus maneras, su individualidad marcada hería de un modo profundo la mente del pueblo. (…) Activo pero silencioso, hablaba muy poco y sus órdenes más terminantes se expresaban por el lenguaje mudo que pedía la vida o la muerte de sus gladiadores. Sereno y fecundo en arbitrios, siempre se mostró superior al peligro.”
Daniel Abelenda