Cuando Tabaré Vázquez anuncia una ley “holística, total” para tratar “el problema del alcohol” ya muchos sabemos lo que significa: que intentará prohibir el consumo de alcohol en zonas y horarios cada vez más extensos, que gravará con impuestos la producción y venta de bebidas alcohólicas para hacerlas más caras y, de paso, recaudar. En definitiva, lo que está diciendo, en forma muy edulcorada y políticamente correcta (la palabra “holística” suena linda, pacífica, alegremente anticartesiana y casi hippie) , es que tratará de “infiernizar” la vida de quienes consuman alcohol, como lo hizo antes y piensa seguir haciéndolo con el tabaco.
Es tentador especular sobre los motivos de la nueva embestida sanitaria del dos veces presidente. A los presidentes uruguayos suele subírseles la fama a la cabeza (la fama puede ser peor que el alcohol) y el personaje político que crearon termina poseyéndolos. Ahí anda Sanguinetti por el mundo, intentando autoconstruirse, a fuerza de libros y conferencias, un pedestal de padre de la democracia en el que poca gente cree (son demasiado obvias sus jugadas históricas y por qué las hizo). También Mujica anda por el mundo vendiéndoles a extranjeros ingenuos su imagen de sabio “chamán”, especie de Gandhi con alpargatas, asado de tira y Volkswagen.
Para no ser menos, Tabaré también tiene que exportar alguna imagen. Y, bien, él es el médico-presidente, o el presidente-médico, el chamán curativo de túnica blanca que usa las leyes y los decretos como recetario. Lo aplaudieron por perseguir a los fumadores. Y el aplauso es cosa terrible, sobre todo si es transfronterizo. Como el alcohol y como ciertas drogas, despierta un hambre insaciable de nuevas dosis. Y en eso anda el hombre, persiguiendo desde el Olimpo a toda debilidad y vicio humano, para después inyectarse aplausos en la OMS o en congresos médicos-presidenciales. Me pregunto si el ansia de gloria no será un vicio tan o más dañino que el alcohol o el tabaco.
Todo esto que acaban de leer es una digresión. Hoy no quería hablar de Tabaré. Quería hablar de la corrección política, de su naturaleza hipócrita y manipuladora, y del daño que nos está causando. Lo de Tabaré iba a ser sólo un ejemplo, pero, se sabe, el tema lo busca a uno: el escriba propone o se propone, pero es el tema el que dispone.
Ahora mismo lucho por entrar en asunto y no lo consigo. Me van a perdonar un par de cosas más sobre Tabaré y el alcohol. Convertirse en el paladín de la ley seca criolla es un negocio redondo. Por un lado, distrae la atención de otras cosas. ¿Quién se va a ocupar del Vicepresidente, o de Ancap, o del agua de OSE, o de los negocios de UPM, si Tabaré anda rompiendo a hachazos las barricas de whisky o de vino? Por otro lado, el papel de Eliot Ness conecta a Tabaré con un electorado al que codicia. Ese es un drama en su vida. Porque fue dos veces electo presidente por una fuerza que se proclama –o proclamaba- de izquierda. Y, sin embargo, él siente una atracción irresistible por otro electorado, uno conservador y de miras cortas, que quiere mano dura y moralina, poco vuelo y menos argumentos. Un electorado que está vacante, a menos que Novick lo capture.
¿Qué tiene que ver la corrección política con eso?
Mucho. Sobre todo por el método. Para explicarlo es necesario definir a la corrección política, una actitud que en origen se proponía cambiar la realidad a través de cambios en el lenguaje. La idea, por loca que parezca, es que la forma en que hablamos determina lo que pensamos. Entonces, si evitamos ciertas palabras, o las sustituimos por otras, terminaremos cambiando la forma en que pensamos y eso hará cambiar a la realidad.
Veamos algunos ejemplos. La corrección política cree, por ejemplo, que la delincuencia juvenil puede disminuirse evitando decir “delincuencia juvenil”. Por eso, los menores infractores deben ser llamados “niños y adolescentes en conflicto con la ley penal”. Del mismo modo, se supone que evitar la palabra “negro” o “raza negra”, y sustituirlas por “afrodescendiente”, hará desaparecer al racismo. Y decir que quien padece un déficit de desarrollo intelectual posee “capacidades diferentes” lo hará vivir y ser tratado igual que quienes gozan de todas sus facultades. El resultado es una actitud que deviene hipócrita, en tanto habla de la realidad como cree que ésta debería ser, como les gustaría que fuera a otros bienpensantes, y no como realmente la percibe (aunque nada asegura que esa percepción sea verdadera). Lo penoso es que termina siendo interesadamente hipócrita, fingiendo sobre la realidad para medrar.
No sé si somos conscientes de hasta qué punto esa creencia en los poderes mágicos del lenguaje lo está abarcando todo. Vivimos en un país en el que poner compulsivamente en manos de los bancos los sueldos y los negocios de todos es “inclusión financiera”; y un ajuste fiscal (un aumento descarnado de los impuestos) es “consolidación fiscal”; y entregarles a empresas transnacionales la tierra, el agua, regalarles puertos, zonas francas y exonerarlos de impuestos es “aumentar el PBI”.
Tal vez, al principio, la intención de la corrección política fuera buena. Pero nunca podían serlo los resultados. Porque, más allá de lo que se haga con el lenguaje, la realidad es más fuerte. Las ideas no desaparecen porque se prohíba el uso de las palabras que las expresan. Las injusticias, las duras realidades y las conductas socialmente indeseables no dejan de existir porque evitemos nombrarlas o busquemos giros edulcorados para aludirlas. Decir “permití el acceso de una persona a otra dimensión”, o “interferí con su noción de la propiedad”, puede sonar menos violento que decir “la asesiné” o “le robé”, pero el dolor de la muerte o la rabia por el robo no desaparecen. Sólo se ven impedidos de manifestarse en su real magnitud y buscan otras formas, a menudo más brutales, para expresarse.
Últimamente, la corrección política está siendo cuestionada. Lentamente, en casi todo el mundo, se alzan voces que reivindican la libertad de decir, de usar palabras que describan la realidad tal como la percibimos los hablantes y no como se supone que debería ser. Esa es la actitud que se suele definir como “incorrección política”.
La más reciente estrategia defensiva de la corrección política es afirmar que la incorrección política es una especie de travesura transgresora, una postura caprichosa, exhibicionista y narcisista que se complace en escandalizar a las personas sensibles mediante una terminología “reacconaria”, “racista”, “misógina” o al menos grosera.
Quien crea que la discusión entre las actitudes de corrección e incorrección política es un debate menor se equivoca profundamente. Porque lo que está en juego es nada menos que nuestra actitud ante la realidad.
¿Por qué molesta la incorrección política?
No es por su contradicción a lo que se considera “correcto”. Es porque postula una realidad independiente de las miradas ideologizadas que sobre ella puedan tenerse. Uno puede detestar al capitalismo, pero no puede negar que el capital domina al mundo. Uno puede sentir rechazo por las sectas religiosas, pero no puede ignorar que crecen y prosperan. Uno puede sentir empatía por las personas “trans”, pero no puede negar que biológicamente continúan siendo del sexo con el que nacieron.
La incorrección política molesta porque pone en evidencia que, bajo el lenguaje eufemístico de la corrección política, la realidad continúa siendo dura, injusta, desagradable y a menudo brutal. Además –contra lo que sostienen algunos pseudo expertos en la materia- afirma que el lenguaje, como todos los símbolos, sólo tiene fuerza cuando intenta corresponderse con la realidad, cuando convoca en las mentes de los hablantes imágenes coherentes con su auténtica percepción de la realidad. Justamente lo contrario de lo que ocurre, por ejemplo, con el discurso insípido de los organismos internacionales y con la cháchara hueca del “emprendedurismo” comercial, que usan el lenguaje para esconder y escamotear.
Varias décadas de corrección política no han evitado que el odio racial, la intolerancia religiosa, las guerras, la miseria, el deterioro ambiental, la acumulación de riquezas en manos de pocos, la corrupción política y económica, las adicciones, la falta de sentido vital y la violencia en sus mil formas campeen en el mundo. Sólo han impedido nombrar a esas cosas como es debido. La conclusión rompe los ojos: para cambiar la realidad hay que trabajar sobre la realidad, no sobre el lenguaje.
Quizá sea necesario volver a decir las cosas por su nombre. Porque nadie tiene la certeza de que su percepción se corresponda con la realidad, pero todos tenemos la obligación de que nuestras palabras coincidan con nuestra percepción. Eso, ni más ni menos, es la autenticidad.
Decirle “negro” a lo negro, “delincuente” al delincuente, “aumento de impuestos” a los aumentos de impuestos, o “bancarización” a lo que se hace pasar por “inclusión financiera”, y “represión hipócrita del consumo de alcohol” a lo que se disfraza como “ley holística sobre el consumo problemático de alcohol”, probablemente sea el primer paso de una lucha cultural en la que nos va la vida. Porque una realidad negada, una realidad que no puede ser “dicha”, tampoco puede ser cambiada.
Honeir Sarthou
(*) Publicada en Semanario Voces el 21 de junio. La nota es publicada en Carmelo Portal con autorización del autor.