Mi amigo el inspector

Durante mi época de estudiante universitario trabajé –para costearme los estudios- en diversos lugares. Uno de ellos fue en Inspección Docente de Educación Secundaria, en Montevideo. Lo hice como administrativo y era uno de los seis, que pasábamos en limpio los informes docentes que realizaban los inspectores de cada asignatura, a lo largo y ancho del país.

¿Qué dicen los inspectores cuando vuelven a su oficina luego de recorrer varios liceos? ¿Cómo es su vida? ¿Cuáles son las curiosidades que ven? Tengo varias respuestas para estas preguntas que podrían llegar a interesar a más de un docente curioso. Hay historias que se pueden contar y otras que no valen la pena, pero en líneas generales, lo que sucedía en aquel tiempo eran cosas normales. Durante ocho horas, de lunes a viernes me dedicaba a escribir en una máquina eléctrica el informe final del inspector, en asignaturas tan distintas como Historia, Inglés, Biología, Física y varias otras.

Quiero aclarar que en aquella época no existían los celulares y las computadoras eran objetos que manejaban muy pocas personas. Los inspectores viajaban en ómnibus y algunos se iban por varios días recorriendo diferentes zonas del país, pernotando en hoteles.

A la vuelta, regresaban con anécdotas, curiosamente aquella generación de inspectores hablaban más sobre historias de alumnos que de profesores. Lo que descubrí en base a charlas informales con la inmensa mayoría de ellos es que cada vez que un inspector entraba a clase percibía enseguida mucho más de lo que uno cree. Es muy difícil engañar a un inspector. Visitan cientos y cientos de liceos, públicos y privados. La inmensa mayoría de los juicios eran aceptables. Había algunos más exigentes que otros. Como en cualquier actividad.

Cuando salían los informes vía oficios y éstos eran notificados, venía la época que nosotros llamábamos “de las madres”. En efecto, sucedía que una cantidad de madres de docentes jóvenes, venían a protestar algunos fallos, tal cual sucede en el colegio, a un padre con su hijo. Eran casos muy aislados, pero sucedían y muchas de esas madres provenían de departamentos lejanos a Montevideo. Viajaban exclusivamente para quejarse.

Los inspectores no podían recibir regalos, pero había algunos obsequios, que por un tema cultural era inaceptable negarse. Por eso en aquel trabajo he llegado a consumir las mejores mermeladas, y quesos caseros de todo el país. A veces, mis compañeros de trabajo, volvían del interior con sus carpetas y una bolsa con obsequios. Incluso llegaban paquetes con diversos tipos de alimentos, por ejemplo miel, típico regalo docente a un inspector, con un gran sentido simbólico.

Esa forma de atención que tiene el uruguayo, de entregar además un presente, sin intenciones, tan solo como forma de contribuir a generar un clima de tolerancia; fue algo que viví como un descubrimiento.

Las mejores anécdotas que traían los inspectores provenían siempre de departamentos fronterizos. Las invitaciones que recibían a almorzar y el uso del tiempo, que siempre allá lejos era sin apuros, permitía tener otro tipo de vínculos más familiar que con los docentes montevideanos.

La mejor historia jamás escuchada sucedió en Cerro Largo a un inspector que le festejaron el cumpleaños en forma sorpresiva, cuando ingresó a una clase, a inspeccionarla. Nunca se enteró cómo sabían lo de su cumpleaños. Seguramente por esas charlas de bueyes perdidos que siempre se sucedían hablando no solo de educación sino de la vida misma a través de cada visita al liceo.

– Y entonces, entré junto con el Director, al 3ero B y los alumnos se pararon y empezaron a cantarme “que los cumpla feliz” –nos contó emocionado.

Elio García Clavijo

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