“Si puede vivir sin escribir, entonces no escriba.”
C. M. Rilke (“Cartas a un joven poeta”)
De todos los homenajes o evocaciones que se podrían hacer de una figura de la estatura del Profesor Omar Moreira (Durazno, 1932 – N. Helvecia, 2017), aporto humildemente esta; un anécdota de hace mucho tiempo, cuando lo conocí en su casa del Barrio Artesano o “de los hoteles”, en las afueras de la ciudad de Nueva Helvecia, su “pago” adoptivo.
Hasta esa tarde de otoño de 1983 (¿1984?, con los años, la memoria borra algunos trazos), sólo lo había oído nombrar con afecto y admiración, por mi madre, especialmente. Al igual que ella y miles de otros docentes, Moreira había sido destituido en 1976 de su cargo de Profesor de Literatura que ejerciera en los liceos de N. Helvecia, Rosario y Valdense, desde los años 60, cuando se radicó con su familia -esposa y 4 hijos- en esa zona.
En esos años duros, Omar debió ganarse la vida haciendo artesanías en cuero, como “guasqueador”, oficio que había aprendido en sus años mozos que transcurrieron en las campañas de Nico Pérez (hoy pueblo Batlle y Ordóñez), allí donde se juntan Treinta y Tres, Durazno y Lavalleja. Esta infancia y adolescencias vividas en el Uruguay profundo (paisaje natural y humano muy diferente al de Colonia), le dieron un aire campero a su semblante y modos, y le valieron el sobrenombre de “El gaucho”, con el cual lo conocimos aquí.
También sabía que era escritor. En la biblioteca de mi madre había un ejemplar de “Fuego rebelde”, una novela histórica sobre la guerra de 1904, (EBO, 1969), “Rosendo y sus manos” (1976) y “La rodaja de la espuela” –ambos de cuentos cortos- (editado en 1981).
Y había un recorte del Suplemento Dominical de EL DÍA, donde la periodista de C. Valdense, Silvia Tron, lo entrevistaba en su casa; en la foto, aparecía Moreira, sonriente y sereno, junto a una Olivetti portátil y titulaba: “ARTESANO DE LA PALABRA” (la periodista aclaraba, para los lectores montevideanos, que el barrio se llamaba así, por la cercanía del Club Artesano).
Aquella tarde fui a llevarle lo que mi madre había recaudado por la venta de sus artículos (llaveros, etc.). Sin mucha dificultad ubiqué la modesta casa, donde me recibió amablemente su esposa. Enseguida apareció Omar, y me invitó a pasar a otra edificación al costado, que debió ser originalmente la cochera (Moreira nunca tuvo auto) y que funcionaba como estudio. Las paredes de ladrillo visto, estaban ocupadas por estantes con libros, dibujos (caricaturas de estudiantes, que lo retrataban con boleadoras, ¡“bochando” en los exámenes!) y algunas esculturas. En el centro, una mesa con caballetes, dos sillas, más libros abiertos, papeles, y la Olivetti que reconocí de la foto de El Día. Aquel era su lugar en el mundo, su santuario.
Me ofreció un mate y señaló los papeles:
– Estoy escribiendo una crónica del Molino Quemado, dijo, con satisfacción.
– ¿Le interesa la historia regional….?, pregunté, redundantemente.
– ¡Claro! Esta región tiene una riquísima historia, y está apenas contada…
– ¿Escribe todos los días…?, pregunté, con gran curiosidad: ¿cómo un hombre que tenía que alimentar a una familia de 6, podía tener la motivación y la energía para seguir escribiendo y publicando en aquellos tiempos tan oscuros?
– Sí; no podría dejar de hacerlo, pese a todo…. ¿Has leído a Rilke?
– No; ¿qué libro me recomienda, profesor?
Daniel Abelenda