31 de octubre de 2017,
In memoriam Daniel Viglietti (1939—2017)
Por Alfredo Escande
Accedo con gusto al pedido del amigo Elio García Clavijo, evocando fértiles momentos compartidos los días miércoles cuando me recibía en los estudios de Radio Carmelo para charlar sobre guitarra durante aquellos gratos años en los que me sentí un carmelitano más. A ese gusto se superpone, al mismo tiempo, el pesar aún a flor de piel a escasísimas horas de haber rendido un último tributo de recogimiento ante una de las figuras de nuestra cultura que más han hecho por enriquecerla y enaltecerla, poniendo talento, sensibilidad e inteligencia al servicio de las causas más generosas y solidarias desde los escenarios, los discos, sus programas radiales —»Tímpano»— o televisivos —»Párpado»—, sus notas periodísticas, su docencia de siempre.
No voy a redundar en datos biográficos de Daniel Viglietti, casi universalmente conocidos y además muy accesibles para quien todavía no se haya enterado de ellos. Tampoco quiero insistir acerca de sus facetas más notorias de cantautor comprometido política y socialmente. Quiero sí contar cómo fueron mis acercamientos a su arte y a su persona desde la perspectiva de aquello que —independientemente de lo que marcaran esas manifestaciones de las propias convicciones que cultivamos a lo largo de la vida— me iba permitiendo sentir una identificación con sus propias experiencias. Me refiero a lo que devino luego en mi condición de guitarrista y docente de guitarra, y al hecho de haber compartido con él (aunque en momentos diferentes) un maestro que nos marcó definitivamente en lo musical e instrumental como fue Abel Carlevaro.
La primera vez que escuché a Viglietti fue en un concierto de guitarra sola («guitarra clásica» como se la suele llamar), cuando yo tendría catorce o quince años (en 1964 o 65, no recuerdo exactamente), brindado por él como acto de solidaridad después de un atentado fascista que había sufrido el liceo al que yo asistía, mi querido Instituto Dámaso A. Larrañaga. Hacía tres o cuatro años que yo estaba aprendiendo a tocar el instrumento, y aquello fue muy atrayente para mí por la enorme solvencia del artista y por el profundo interés con que lo oía una sala abarrotada, por más que yo ya había escuchado en vivo tanto a Carlevaro como al mismísimo Andrés Segovia. Alrededor de un año después volví a tener noticias suyas aun antes de haber escuchado su primer disco (no era Viglietti todavía un artista conocido masivamente) porque unos amigos habían empezado a tomar clases de guitarra con él, y allí empecé a enterarme de que estaba aplicando las más novedosas ideas en la pedagogía del instrumento. Claro, después vine a saber que fue justamente en ese tiempo que él (que se había formado inicialmente al lado de su padre Cédar Viglietti, coronel retirado y guitarrista, y luego con el legendario Atilio Rapat) había empezado a estudiar con Carlevaro.
Daniel Viglietti había fundado en la segunda mitad de los años 60 una institución de enseñanza musical llamada NEMUS (Núcleo de Educación Musical) que en sus comienzos funcionaba en el mismo apartamento de la calle Andes donde él vivía. Revisando viejos números de MARCHA de aquella época es posible encontrar pequeños recuadros anunciando esas clases. Muchos años después Numa Moraes (uno de sus primeros discípulos) me contaría que el apartamento era tan pequeño y se daban allí tantas clases, que hasta en el baño había gente tocando un instrumento. El NEMUS siguió existiendo aún después de que Viglietti tuviera que partir al exilio, a inicios de la dictadura, y allá llegué yo un buen día para estudiar otras disciplinas musicales por consejo de Carlevaro, quien ya era mi maestro de guitarra. Estoy hablando de 1975 o 76, cuando el «conservatorio» (que de tal no tenía nada, pues era cuna de permanentes creadores e innovadores como Miguel Marozzi, Jorge Lazaroff, Luis Trochón, Leo Masliah y tantos otros) funcionaba ya en una casona de la calle Soriano. Al poco tiempo pasé yo también a dar mis clases de guitarra allí, y mantuve así ese «vínculo indirecto» que todos en el Nemus teníamos con Daniel, lo conociéramos personalmente o no.
Siempre admiré la solvencia guitarrística de Viglietti, la solidez de su musicalidad, y su apertura mental para salirse de los moldes «folklóricos» sin perder la esencia de lo nuestro. Después que me adentré en lo que eran los conceptos propios del enfoque musical y guitarrístico de Carlevaro comprendí mucho mejor cuál era una de las importantes vertientes de donde provenía todo aquello. Pasaron de todos modos muchos años, las escuchas de muchos discos que me acompañaron desde la adolescencia, la admiración a la distancia, antes de que tuviera la oportunidad de conocerlo personalmente y de conversar con él sobre historias vinculadas con nuestro maestro común. Carlevaro ya había fallecido, yo estaba viviendo en Carmelo y en proceso de escribir su biografía, o recién habiéndola terminado, y nos encontramos en el Teatro Uamá después de una actuación suya. Me trató como si me hubiera conocido de siempre. Una vez retornado a Montevideo, y establecida la muy fuerte amistad que mantengo con su discípulo y amigo Numa, los encuentros con Viglietti —aunque siempre aleatorios y esporádicos— fueron más frecuentes. A veces, apenas cinco minutos de charla en una esquina de 18 de Julio, o a la salida de un concierto, pero siempre recibiendo de él la misma calidez espontánea, el mismo grado de interés sincero por las personas con quienes compartíamos vínculo o por el proyecto vinculado con la guitarra que yo estuviera acometiendo.
Aunque después hablamos dos o tres veces por teléfono, intercambiando impresiones sobre el evento, el último de esos encuentros tuvo lugar el 16 de diciembre del año pasado, cuando celebramos el centenario del nacimiento de Carlevaro. Ese día Viglietti inició la parte musical del espectáculo que compartió con otros tres grandes discípulos de don Abel (Eduardo Fernández, Álvaro Pierri y Eduardo Larbanois) y allí hizo gala una vez más de su profunda humanidad y sencillez, además de su talento incólume, contando al público algunas anécdotas vividas con el maestro y estrenando una canción que en esos días había creado en su homenaje. Me tocó el honor de presentarlo, haciendo de «maestro de ceremonias», y ese día me sentí más cerca de Daniel Viglietti que nunca.
31 de octubre de 2017,
In memoriam Daniel Viglietti (1939—2017)
Por Alfredo Escande
Accedo con gusto al pedido del amigo Elio García Clavijo, evocando fértiles momentos compartidos los días miércoles cuando me recibía en los estudios de Radio Carmelo para charlar sobre guitarra durante aquellos gratos años en los que me sentí un carmelitano más. A ese gusto se superpone, al mismo tiempo, el pesar aún a flor de piel a escasísimas horas de haber rendido un último tributo de recogimiento ante una de las figuras de nuestra cultura que más han hecho por enriquecerla y enaltecerla, poniendo talento, sensibilidad e inteligencia al servicio de las causas más generosas y solidarias desde los escenarios, los discos, sus programas radiales —»Tímpano»— o televisivos —»Párpado»—, sus notas periodísticas, su docencia de siempre.
No voy a redundar en datos biográficos de Daniel Viglietti, casi universalmente conocidos y además muy accesibles para quien todavía no se haya enterado de ellos. Tampoco quiero insistir acerca de sus facetas más notorias de cantautor comprometido política y socialmente. Quiero sí contar cómo fueron mis acercamientos a su arte y a su persona desde la perspectiva de aquello que —independientemente de lo que marcaran esas manifestaciones de las propias convicciones que cultivamos a lo largo de la vida— me iba permitiendo sentir una identificación con sus propias experiencias. Me refiero a lo que devino luego en mi condición de guitarrista y docente de guitarra, y al hecho de haber compartido con él (aunque en momentos diferentes) un maestro que nos marcó definitivamente en lo musical e instrumental como fue Abel Carlevaro.
La primera vez que escuché a Viglietti fue en un concierto de guitarra sola («guitarra clásica» como se la suele llamar), cuando yo tendría catorce o quince años (en 1964 o 65, no recuerdo exactamente), brindado por él como acto de solidaridad después de un atentado fascista que había sufrido el liceo al que yo asistía, mi querido Instituto Dámaso A. Larrañaga. Hacía tres o cuatro años que yo estaba aprendiendo a tocar el instrumento, y aquello fue muy atrayente para mí por la enorme solvencia del artista y por el profundo interés con que lo oía una sala abarrotada, por más que yo ya había escuchado en vivo tanto a Carlevaro como al mismísimo Andrés Segovia. Alrededor de un año después volví a tener noticias suyas aun antes de haber escuchado su primer disco (no era Viglietti todavía un artista conocido masivamente) porque unos amigos habían empezado a tomar clases de guitarra con él, y allí empecé a enterarme de que estaba aplicando las más novedosas ideas en la pedagogía del instrumento. Claro, después vine a saber que fue justamente en ese tiempo que él (que se había formado inicialmente al lado de su padre Cédar Viglietti, coronel retirado y guitarrista, y luego con el legendario Atilio Rapat) había empezado a estudiar con Carlevaro.
Daniel Viglietti había fundado en la segunda mitad de los años 60 una institución de enseñanza musical llamada NEMUS (Núcleo de Educación Musical) que en sus comienzos funcionaba en el mismo apartamento de la calle Andes donde él vivía. Revisando viejos números de MARCHA de aquella época es posible encontrar pequeños recuadros anunciando esas clases. Muchos años después Numa Moraes (uno de sus primeros discípulos) me contaría que el apartamento era tan pequeño y se daban allí tantas clases, que hasta en el baño había gente tocando un instrumento. El NEMUS siguió existiendo aún después de que Viglietti tuviera que partir al exilio, a inicios de la dictadura, y allá llegué yo un buen día para estudiar otras disciplinas musicales por consejo de Carlevaro, quien ya era mi maestro de guitarra. Estoy hablando de 1975 o 76, cuando el «conservatorio» (que de tal no tenía nada, pues era cuna de permanentes creadores e innovadores como Miguel Marozzi, Jorge Lazaroff, Luis Trochón, Leo Masliah y tantos otros) funcionaba ya en una casona de la calle Soriano. Al poco tiempo pasé yo también a dar mis clases de guitarra allí, y mantuve así ese «vínculo indirecto» que todos en el Nemus teníamos con Daniel, lo conociéramos personalmente o no.
Siempre admiré la solvencia guitarrística de Viglietti, la solidez de su musicalidad, y su apertura mental para salirse de los moldes «folklóricos» sin perder la esencia de lo nuestro. Después que me adentré en lo que eran los conceptos propios del enfoque musical y guitarrístico de Carlevaro comprendí mucho mejor cuál era una de las importantes vertientes de donde provenía todo aquello. Pasaron de todos modos muchos años, las escuchas de muchos discos que me acompañaron desde la adolescencia, la admiración a la distancia, antes de que tuviera la oportunidad de conocerlo personalmente y de conversar con él sobre historias vinculadas con nuestro maestro común. Carlevaro ya había fallecido, yo estaba viviendo en Carmelo y en proceso de escribir su biografía, o recién habiéndola terminado, y nos encontramos en el Teatro Uamá después de una actuación suya. Me trató como si me hubiera conocido de siempre. Una vez retornado a Montevideo, y establecida la muy fuerte amistad que mantengo con su discípulo y amigo Numa, los encuentros con Viglietti —aunque siempre aleatorios y esporádicos— fueron más frecuentes. A veces, apenas cinco minutos de charla en una esquina de 18 de Julio, o a la salida de un concierto, pero siempre recibiendo de él la misma calidez espontánea, el mismo grado de interés sincero por las personas con quienes compartíamos vínculo o por el proyecto vinculado con la guitarra que yo estuviera acometiendo.
Aunque después hablamos dos o tres veces por teléfono, intercambiando impresiones sobre el evento, el último de esos encuentros tuvo lugar el 16 de diciembre del año pasado, cuando celebramos el centenario del nacimiento de Carlevaro. Ese día Viglietti inició la parte musical del espectáculo que compartió con otros tres grandes discípulos de don Abel (Eduardo Fernández, Álvaro Pierri y Eduardo Larbanois) y allí hizo gala una vez más de su profunda humanidad y sencillez, además de su talento incólume, contando al público algunas anécdotas vividas con el maestro y estrenando una canción que en esos días había creado en su homenaje. Me tocó el honor de presentarlo, haciendo de «maestro de ceremonias», y ese día me sentí más cerca de Daniel Viglietti que nunca.