Ver para creer
Los caminos de una obra de arte son impredecibles. Una película puede producirse y estrenarse en pocos meses, puede estancarse por mil motivos y no ver la luz jamás, o puede demorarse impacientemente, amenazando incluso caer en el olvido, hasta que finalmente su director y demás responsables consideran que ya es tiempo de exhibirla en una pantalla. Cuando el resultado, después de tanto tiempo, es algo parecido a Ojos de madera, solo resta agradecer la paciencia y la insistencia de sus creadores. La película se filmó en 2010, y recién se estrena en 2017. Sin duda no ha sido fácil, pero ha valido la pena.
El debut como director de cine de Roberto Suárez (actor, dramaturgo y director teatral de espectáculos inolvidables como Rococó Kitsch, El Bosque de Sasha, El hombre inventado o Bienvenido a casa) no se parece a nada que hayamos visto por aquí. Por su forma así como por su contenido, es una de las propuestas más arriesgadas que se hayan ejecutado en el cine uruguayo. Nada que pueda sorprender considerando los antecedentes de su autor, quien siempre ha intentado (y logrado) quebrar los límites del espacio escénico tradicional, ya sea transformando totalmente la Sala Verdi aún a costa de perder parte de la platea (El hombre inventado) o haciendo convivir simultáneamente el «delante» y el «detrás» de un mismo espectáculo (Bienvenido a casa). Aun así cabía la inquietud respecto a lo que podría proponer en un formato unidimensional como el cine, con la complicidad de un co-director más joven y más cinéfilo como Germán Tejeira (Una noche sin luna), quien había dirigido a Suárez en un par de cortometrajes antes de esta colaboración mutua.
Una película como Ojos de madera, que no por ser unidimensional deja de contener múltiples dimensiones, tendrá en cada espectador resonancias distintas. Podrá ser un «cuento de terror para adultos», presentado en poderoso blanco y negro, entre luces y sombras como las viejas películas de la Hammer; o una inquietante visión del mundo desde la subjetividad de un niño que se está volviendo loco; o una poética y estremecedoramente bella mirada sobre la maternidad que conjuga el amor, la ternura y el horror casi en partes iguales; o una colección de fetiches y rituales (la pata de gallina, la procesión religiosa, los juguetes, el circo, el payaso, la curandería) que se mezclan con lo familiar y lo doméstico (padres, madres, hijos, tíos, cumpleaños, la violencia contenida o explícita, los deseos reprimidos, lo no dicho, los abortos, el sexo). O un poco de todo eso.
Es como si Fellini y Polanski se hubiesen mezclado y hubiesen dado a luz a una extraña criatura fílmica (¿qué otra cosa iba a ser?), donde se dan cita la inocencia infantil, la irrupción de la muerte y el camino sin retorno de la locura, todo enrarecido por un clima extraño, ominoso, de visiones cada vez más perturbadoras. Quizás por eso Víctor, que no quiere hablar, sólo parece encontrar cierta paz en compañía de una joven ciega, que no puede ver. Aunque mucho peor que lo que ven los ojos es lo que ve la mente, para desgracia del niño (Pedro Cruz, todo un hallazgo).
En este punto radica quizás el único reparo que podría caberle a la película: eso que perturba tanto al protagonista, que lo lleva irremediablemente hacia ese desgarrador acto final (un clímax perfecto, y perfectamente ejecutado), no resulta en realidad tan perturbador para el espectador (para este espectador, al menos). Pero entonces uno se da cuenta que hace tiempo ya que dejó de ser un niño, y que ahora ve el mundo con otros ojos, ojos de adulto (¿ojos de madera?), y que las pesadillas infantiles son distintas para cada uno. Esta es la pesadilla de Víctor, que dialoga inevitablemente con nuestras propias pesadillas, recuerdos infantiles y temores. Aquellos que nos siguen despertando agitados por las noches, cada tanto.
Tomado de cartelera.com.uy Escrito por Enrique Buchichio
Estreno en Teatro Uamá
Martes 14 de noviembre – 21 horas
Entradas generales : $ 150