Muy estimados miembros de la comunidad diocesana de Tacuarembó y Rivera:
Con ustedes y ya como parte de ustedes que soy, recibimos a cuantos nos visitan y se unen a nosotros en esta Acción de gracias al Padre Dios por todos los dones y bienes que nos concede.
Doy, pues, la bienvenida en nombre de los que somos de aquí, a mis hermanos Obispos, a cuantos llegaron de la Diócesis de Mercedes y de otras Iglesias particulares, a tantos sacerdotes, laicos, religiosos y religiosas.
Recibimos en nuestra casa de oración a las autoridades civiles y militares, a familiares y amigos que nos acompañan y con quienes hemos venimos compartiendo la vida y construyendo la historia de nuestros pueblos. Cada uno lo ha hecho desde lo específico de la misión y del quehacer diario, con los aportes propios de cada uno para el bien común y el particular de todos aquellos a quienes estamos llamados a servir.
Celebrando la Eucaristía, la presencia del Señor entre nosotros, he sido ordenado Obispo, Pastor de la Iglesia de Tacuarembó, y les confieso que me encuentro ahora con la misma preocupación y nervios del primer momento; pero no ya en la incertidumbre de lo que sucederá sino con la certeza de quien se deja llevar por los designios del Señor para este Ministerio en la Iglesia. Asimismo, experimento muy particularmente la fuerza y la presencia orante y comprometida de todos ustedes.
Estimado hermanos de Tacuarembó y Rivera: hoy, ya no miro ni recorro la película de mi vida encontrando precariedades, fragilidades y las marcas de la vida como cuando recibí la noticia de este nombramiento, sino que ahora, viéndolos a todos ustedes los experimento cercanos y puedo confiarme a ustedes para aprender de ustedes: quiénes son, cómo son, cuáles son sus hábitos y costumbres para asumirlas. Por mi parte, aportando lo que traigo de mis orígenes y región, me animo y me fortalezco para realizar con ustedes lo que Jesús Buen Pastor pide que sea y así, en comunión, desarrollemos la Misión en Su Nombre.
Me adelanto a decirles con franqueza –y en el riesgo de hablar en plural y comprometer a otros– que “los perfectos no están aquí” y tampoco es perfecto el que está aquí hablándoles ahora. Somos y soy seguidor de Jesús en busca de la perfección, abierto día a día a la conversión que ello supone, y particularmente al asumir un nuevo servicio en la Iglesia; conversión que busco y trato de vivir en la totalidad de mi persona, en su estructura y en sus expresiones.
Tengo 31 años de Sacerdocio, de seguimiento de Jesús en el servicio Sacerdotal a Él en su Iglesia. “¿Que voy hacer ahora?” –pensé– y luego, me respondí: “Debo seguir andando tras sus pasos y en la escucha de su Palabra”. Tampoco tengo mucho más que ofrecerles que esta vida de seguimiento del Señor en los límites humanos, con el Don de la Gracia y su fuerza.
Abierto me hallarán, entonces, a las situaciones de vida de ustedes, de sus anhelos, esperanzas y realizaciones, a los sufrimientos y dolores de los que viven y trabajan en esta tierra y en cuyos rostros se refleja el momento de la vida que habremos de compartir.
El Papa Francisco tiene un bella y profunda expresión en la última Exhortación Apostólica “Alégrense y regocíjense” a través de la cual nos hace ver que en la vida del cristiano hay dos rostros, el de Dios y el de los hermanos, o más bien uno solo, el del hermano en quien se refleja el rostro de Dios (cf. GE 61).
Hermanos: para ustedes vine, para ser el servidor de ustedes, para participar de las esperanzas y realizaciones, de los logros adquiridos, animar la profundización y vivencia de la Fe, promover la vida digna, ayudar al bien vivir que Dios quiere para toda creatura humana. Éstos serán los desvelos y satisfacciones que me acompañarán.
La alegría por una vida plena reflejada en los rostros de todos aquellos que viven y trabajan en esta región será mi alegría, no desconociendo, ni ignorando ni siendo indiferente a las decepciones y tristezas que puedan sobrevenir.
Todas estas particularidades y situaciones de vida las sabremos presentar al Señor, para que todo lo transforme en vida auténtica de tal forma que en toda persona, en todo creyente, se refleje que “Jesucristo es el primero en todo” (Col 1,18) y así podamos alcanzar la plenitud de la vida en el recorrido de la historia presente, en la precariedad humana, como anticipo de la realidad definitiva en Dios.