Por Daniel Abelenda
“Siempre hay rinocerontes”. E. Pons Etcheverry.
Para muchas generaciones de uruguayos, las “votaciones” del último domingo de noviembre (cada 4 años hasta 1966, y desde entonces, cada lustro) constituyen una de nuestras más caras tradiciones, y son ya una costumbre, un rasgo cultural, que trasciende la esfera de lo político. Votar regular y libremente está en el ADN de los orientales.
Sin embargo, la democracia que se consolidara con las Leyes Electorales y la Constitución de 1917, que aseguraron la pureza del sufragio –custodiada por la Corte Electoral- y que hiciera universal la ciudadanía a los 18 años, con el voto femenino inaugurado en 1938, sufrió un amargo paréntesis con el golpe de Estado del 27 de junio 1973.
Se instaló entonces una “régimen cívico-militar”, un eufemismo para dictadura, sin más. Así, se disolvieron las Cámaras y en su lugar la Junta de Comandantes en Jefe (del Ejército, Armada y Fuerza Aérea), designó un Consejo de Estado, con personas de su confianza; se creó un Ministerio de Justicia que pasó a controlar a la Suprema Corte de Justicia (que pronto perdió lo de “suprema”), se destituyeron a miles de Funcionarios Públicos, se clasificó a los ciudadanos en “A”, “B” o “C”, según se los considerara fieles al Proceso (otro eufemismo); inhabilitados para cargos públicos, personas “de izquierda”; o más grave, “sediciosos”, lo cual significaba cárcel, y eventualmente torturas, muerte o desaparición forzada…
Fue esta la noche más oscura para la República, con un nivel de violencia desde el Estado, como jamás se había visto en el Uruguay (los más veteranos, rememoraban la “dictadura de Terra”, 1933 – 38, como un episodio menor). Y más acotado en el tiempo.
En efecto, a fines de los 70, los militares hacían planes para quedarse en el poder indefinidamente, favorecidos por una ola de regímenes autoritarios en el “Cono Sur” (Paraguay, 1954; Brasil, 1964; Bolivia, 1970; Chile, 1973, Argentina, 1976), y el apoyo –más o menos explícito según el caso- de los gobiernos de los EE.UU., factor que cambió recién en 1977, con la llegada del demócrata Jimmy Carter a la Casa Blanca, que suspendió la ayuda militar al Uruguay, presionando por una apertura liberal.
Con una economía que estaba logrando avances en materia de empleo, control de la inflación y déficit fiscal, impulsada por las exportaciones no-tradicionales y las grandes obras públicas del período (represas de Salto Grande y Palmar; puentes internacionales y rutas nacionales), más el “boom” de la construcción urbana que generó miles de puestos en el sector privado hacia fines de esa década, el momento parecía inmejorable para legitimar al régimen con una Reforma de la Constitución.
De esta manera, las autoridades fijaron el último domingo de noviembre de 1980 como la fecha del Plebiscito donde los uruguayos (los ciudadanos no proscriptos) podrían votar por SÍ o NO a la reforma. ¿Qué proponían los militares y sus colaboradores? Un sistema que entonces se conocía como “Democracia tutelada” (o restringida).
Habría elecciones cada 5 años, pero sólo entre los partidos y candidatos habilitados por el régimen. Se permitían los lemas “tradicionales” y se prohibían aquellos grupos de ideología “marxista-leninista”. Es decir, el Partido Colorado, el P. Nacional y la Unión Cívica. Todos los partidos integrantes del lema Frente Amplio y sus referentes, seguirían proscriptos (su candidato presidencial de 1971, el Gral. Líber Seregni estaba preso). Tampoco podían ser candidatos aquellos políticos que se habían opuesto y denunciado (antes de 1973) al ascenso de los militares: Wilson Ferreira y Carlos Julio Pereyra y otros dirigentes del 71, entre los blancos; Jorge Batlle, Amílcar Vasconcellos y Manuel Flores Mora, en filas de los colorados.
En lo institucional, se mantendría el mencionado Ministerio de Justicia, que controlaba la designación de los jueces en todo el país, y las decisiones de los tribunales, incluida la ahora llamada “Corte de Justicia”. Se eliminaba así la independencia y la separación de los tres Poderes del Estado, piedra angular del edificio republicano.
El Parlamento seguiría siendo un Consejo de Estado, con miembros designados por el Poder Ejecutivo, que según el proyecto del SÍ, estaría integrado por el Presidente de la República y el Consejo de Seguridad Nacional (COSENA), integrado por los Comandantes de las FF.AA., donde residía el poder real.
También se limitaban severamente las garantías y los derechos individuales (p. ej., la detención de personas, casos de “averiguación” por la Policía), el derecho a la libre circulación dentro y fuera del país, y se establecía la censura previa de cualquier medio de comunicación, si el P. Ejecutivo entendía que la información que brindaban era negativa para el gobierno. La enseñanza en sus tres niveles también seguiría vigilada, para evitar que los docentes corrompieran a la juventud con “ideologías foráneas”.
Naturalmente, la breve campaña que se permitió desde mediados de 1980, favoreció la opción por el SÍ; el gobierno volcó ingentes recursos para promover su proyecto en la cartelería callejera, jingles de radio y T. V. y otras formas publicitarias de la época.
Se toleró la organización de un “Comité Nacional por el NO”, que con poco dinero y mucha inventiva, movilizó a toda la militancia opositora, dentro y fuera del país, entre ellos muchos jóvenes, que votarían por primera vez.
Hubo contadísimos actos públicos, en Montevideo sobre todo (es muy recordado, el del P. Nacional en el Cine Cordón, que terminó en represión policial en plena Avenida 18 de Julio), y UN ÚNICO DEBATE TELEVISIVO.
Fue el 14 de noviembre, a las 21.30 hs. (hora pico de audiencia) en los estudios de Canal 4. Los moderadores fueron los periodistas Carlos Giacosa y Asadur Vaneskanian.
Por el SÍ comparecieron los doctores Enrique Viana Reyes, consejero de Estado, y el Cnel. Néstor J. Bolentini, exministro del Interior; por el NO, el nacionalista (y exministro de Educación del primer gobierno blanco), Eduardo Pons Echeverry y el catedrático de D. Procesal y director del diario El Día, el batllista Enrique Tarigo.
El debate fue intenso, aunque respetuoso y de alto nivel técnico –los cuatro eran abogados- y las dos partes sonaban convencidas de la opción que defendían.
Pero este histórico debate será recordado, sobre todo, por una frase de Pons Etcheverry, que tuvo el impacto de una bomba, y que según los sondeos posteriores, decidió a miles de televidentes (la audiencia fue masiva esa noche) por el NO.
El coronel Bolentini, uno de los más histriónicos personajes del régimen, lanzó, sobre el final, su argumento más fuerte: varias figuras del espectro político (como el expresidente Pacheco Areco), y otro dirigentes, no identificados con “la derecha recalcitrante”, habían manifestado su apoyo al SÍ, por entender que era lo mejor para el país en ese momento, aunque reconocían que no sería una Constitución democrática. A lo cual, el veterano político nacionalista, replicó con su voz grave: “Y bueno, siempre hay rinocerontes” (en referencia a la obra teatral “El Rinoceronte” de Ionesco, que se exhibía en esas semanas en salas de Montevideo). Bolentini y Viana Reyes no supieron qué decir, se hizo un pesado silencio de algunos segundos, y Giacosa retomó la conducción, pidiendo una breve intervención a los panelistas para cerrar el programa.
Dos semanas después, y para sorpresa de muchos compatriotas, observadores y corresponsables extranjeros -que vinieron a cubrir la histórica jornada y se asombraron que los militares respetaran el resultado- el NO triunfó con el 57 % de total de votos (945.000 ciudadanos), frente al 43 % del SI (707.000 voluntades). En blanco o anulado votaron 37.000 personas (0,7 %).
En Montevideo, las cifras fueron más contundentes en favor del NO. El SÍ ganó en Soriano, Flores, Tacuarembó, Rivera, Treinta y Tres, Lavalleja y Rocha.
No se permitieron manifestaciones públicas para festejar; cada familia y cada grupito de militantes celebró con vítores, abrazos y alguna copa, puertas adentro.
El mundo miraba asombrado y ahora Uruguay estaba bajo la lupa de los organismos internacionales y los países amigos, como España, que envió a un joven Rey Juan Carlos, para reunirse con los líderes opositores, en un gesto de presión hacia la dictadura.
El Uruguay recuperaba así sus mejores tradiciones republicanas, y los militares debieron admitir que “el Proceso” estaba agotado y debía abrirse una transición democrática.
Se convocaron Elecciones Internas en noviembre de 1982 (con las mismas restricciones de partidos y candidatos) y dos años después, los uruguayos pudimos elegir Presidente de la República, Parlamento y Gobiernos Departamentales.
Los rinocerontes habían pisoteado los Derechos Humanos y aplastado la Democracia, pero habían pasado. La Historia, seguramente, ¡no los absolverá!
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