Por Gabriel Gabbiani
Mientras este domingo por la noche se desarrollaban los festejos por la Avenida 8 de Octubre (Montevideo) luego que Nacional lograra coronarse Campeón Uruguayo 2019 tras vencer 1 a 0 a Peñarol, su clásico rival, una persona aún no identificada al momento de escribir estas líneas, parapetada tras un árbol, efectuó seis disparos hacia la hinchada con un arma de fuego.
El saldo de esa demente actitud, presumiblemente concretada bajo los efectos del alcohol y las drogas, fue un hincha tricolor asesinado y otro herido.
De tal forma, un festejo quedó trunco, una vida fue segada, y la sociedad uruguaya, al menos en ciertos escenarios, tristemente ratificó que está enferma.
Muy enferma.
Y esta nueva señal llega apenas finalizada la campaña electoral, luego de meses durante los que las divergencias políticas fueron motivo suficiente para el enojo, el distanciamiento y los conflictos entre familias, amigos, compañeros de trabajo, vecinos y más. Ello a pesar de que en muchos casos no mediaran palabras ni existieran excusas ni justificativos para ello, y muchas de las supuestas agresiones jamás tuvieran lugar. De hecho, existían sólo en el imaginario de algunos seres radicales e intransigentes, predispuestos al enfrentamiento sabedores de que el otro pensaba distinto, lo que para algunos pareciera ser algo inaceptable. Y peor aún, votaba distinto, lo que parece ser algo imperdonable.
Así, durante ese lapso la discrepancia política fue el móvil para la acometida, que varió desde la comunicación no verbal, pasando por las groserías y la zafiedad, hasta la destrucción de la propiedad privada y la agresión física.
Teníamos la esperanza de que gran parte de todo eso hubiera quedado atrás.
Esperanza vana.
Lo acontecido la noche del domingo estuvo lejos de ser el corolario de toda esa dolencia social. Parecemos querer desacreditar a Charles Darwin, y para ello involucionamos permanentemente, acercándonos, en muchos aspectos, al Medioevo o, peor aún, a la Edad de Piedra. Detrás de cada acto salvaje de estos homicidas iracundos, hay otros exaltados que también son parte de la sociedad, y que avalan la violencia, la disculpan y hasta la festejan.
No se trata de una camiseta, de un partido político, de una religión o de una teoría filosófica. Se trata de justificar que se insulte, se agreda y se mate. A un anciano a los golpes, a un joven a puntapiés o a una mujer a puñaladas. Da lo mismo truncar una vida para imponer la propia voluntad, para robar dinero, para comprar una lágrima de cocaína o para arruinarle el festejo a un hincha.
El objetivo es quebrantar, profanar y matar.
A veces pareciera que estuviéramos ante una imagen desvirtuada, una alucinación, una escena de “La Naranja Mecánica” o una sociedad distópica propia de un futuro decadente.
Pero no. Es Uruguay. Y es hoy.
Debemos comenzar por asumir la realidad. Y esa realidad, brutalmente fría y descarnada, nos grita en la cara que hoy forman parte de la sociedad uruguaya energúmenos extraviados, inadaptados, integrantes de una turba propia del circo romano, para los que el respeto y la tolerancia no existen, y el único lenguaje que entienden es el de la violencia, cimiento sobre el cual han elegido erigir sus vidas.
Se han inclinado por el horror, la intolerancia, el odio.
Reconocerlo como un hecho es la primera tarea. Tener claro que un cambio de gobierno y de jerarcas puede ayudar, pero no cambiará por sí solo sustancialmente la dolorosa realidad, es la segunda. Y la tercera, y más importante, es asumir sin recelos que hay individuos que son socialmente irrecuperables, y que elaborar las políticas necesarias para mantenerlos alejados del resto de la comunidad -lo que de ninguna manera significa acallar la violencia con más violencia- es imprescindible e inevitable. Y por encima de todo, es necesario para mantener sanos a quienes todavía lo están.