Por Federico Anfitti
Uruguay es uno de los países más envejecidos de la región y la llegada del COVID-19 provocó el desafío de cómo atender a los ancianos que, en su mayoría, viven en su hogar y son independientes, si bien una pequeña parte -que estos días centró el foco- lo hace en residencias precarias.
El Atlas Sociodemográfico y de la Desigualdad del país indica que el 14 % de los 3,5 millones de uruguayos es mayor de 65 años (un 25 % si la franja etaria baja a los 55), por lo que hay una gran cantidad de personas con riesgo de consecuencias trágicas si enferman.
EL ESTIGMA DE LA VEJEZ
No es fácil ser viejo. A los problemas típicos de la edad, se suman los prejuicios sobre cómo tratarlos.
Así lo cuenta a Efe la psicogerontóloga Agostina Russo, quien considera que es importante no tratar a los ancianos como personas vulnerables, sino darles un espacio para que tengan voz.
«Esto nos afectó a todos por igual, no importa la edad que tengas. La persona mayor tiene pila de cosas para aportar en esta situación. Es probable que epidemias hayan vivido un montón y tienen muchos conocimientos que capaz que los jóvenes no tenemos», explica.
Russo integra la Brigada +65, grupo de psicogerontólogos que hacen los recados para las personas de la tercera edad que viven solas.
Además, la Asociación de Psicogerontología del Uruguay creó la iniciativa telefónica «Psicogerontología Escucha». Su presidenta, Ángeles Couselo, explica a Efe que esta idea intenta ayudar a «la salud mental» durante el distanciamiento social.
«El enfoque va dirigido a una perspectiva de derechos humanos, de generaciones, de género y, además, de las múltiples dimensiones que atraviesan la problemática que pueden estar viviendo cada una de esas personas», apunta.
Desde la Asociación intentan que las personas sean «protagonistas de su historia» e incidan en la sociedad, como ya ocurre en el ámbito político, donde 10 de los 30 senadores que tiene Uruguay tienen más de 65 años e incluso 3, los expresidentes José Mujica y Julio María Sanguinetti y el exministro Danilo Astori, más de 80.
«Trabajar en pos de eso, su participación, su integración y su empoderamiento, pero obviamente esta situación genera situaciones particulares que es lo que de repente nos pasa a todos», concluye.
EL PROBLEMA DE LAS RESIDENCIAS
Una mínima parte de esa población anciana, 15.000 personas, vive en residencias públicas y privadas, unos establecimientos que se han situado en el ojo del huracán en los últimos días, después de que se hiciera pública la grave situación sanitaria de algunos.
Pese a que la emergencia sanitaria se decretó en Uruguay el 13 de marzo, cuando fueron dados a conocer los cuatro primeros positivos por COVID-19 y se prohibieron las visitas a esos residenciales, algunos se saltaron las normas y la enfermedad llegó a tres la semana pasada.
A esta altura, ya hay 45 contagiados en residencias para la tercera edad y 3 fallecidos.
Sin embargo, la cifra más preocupante es esta: de las 1.204 residencias que hay en Uruguay, solo 41 cuentan con la habilitación necesaria, 208 están en «situación crítica» y 110 dan un trato a sus ocupantes «por debajo del respeto a los derechos humanos», según palabras de Álvaro Delgado, secretario de la Presidencia.
Es decir, 4.000 ancianos residen en lugares no habilitados, con malas condiciones de higiene y fuera de la normativa vigente.
EL DINERO HACE LA DIFERENCIA
Hay residenciales con pisos de tierra, poca comida y hacinamiento hasta sitios lujosos, con cuartos individuales, salas de cine y canchas deportivas. En este espectro, la diferencia clave es el dinero.
La gama media tiene un costo de 35.000 pesos mensuales (unos 800 dólares) que muchas personas no pueden pagar y por ello tienen que ir a lugares precarios, sin medidas sanitarias adecuadas y con riesgos para la salud.
«Uruguay no tiene un sistema de cápita como tiene en España, un sistema real de ayuda a las personas que tienen una jubilación de unos 10.000 pesos (230 dólares)», expresa a Efe Sabino Montenegro, miembro de Integra Residenciales, organización que nuclea a 60 hogares.
Según detalla, hay muchas residencias que cobran poco dinero pero tienen «condiciones patéticas», como falta de agua potable, poca comida o trabajadores trabajando sin aportes.
«Ojalá que empiece un nuevo tiempo, de no permitir que esto suceda más, de no olvidarnos porque esto de vez en cuando sale algo en la prensa y después se olvida», consideró.
DE CERCA
En diálogo con Efe, la hija de una persona de 81 años ingresada en un residencial de un barrio céntrico, que prefiere guardar el anonimato, comenta que su madre tiene prohibidas las salidas y que las visitas pasaron a ser en días y horas estipuladas.
Durante la cuarentena, la mujer pudo ingresar a la casa a verla, aunque debió hacerlo desde un patio interior por una ventana entreabierta, utilizando mascarilla y tras desinfectar su calzado.
Respecto de la alimentación, subrayó que su madre ingiere las cuatro comidas pero que ella lleva otras cosas para complementar. Además, destacó que la comida es buena, «al igual que la limpieza y la higiene».
PROBLEMAS DE CONTROL
Según un informe del Instituto Nacional de Personas Mayores al que accedió Efe, la división encargada de fiscalizar y regular las 1.204 residencias solo cuenta con 10 funcionarios: un director, una jefa de departamento, dos administrativos y seis técnicos.
En 2019, el Ministerio de Desarrollo Social hizo 348 visitas a establecimientos (75 por denuncias, 152 por habilitación, 121 por seguimientos).
El informe detalla que estas visitas «no son un mero ‘check list’ de cumplimientos», sino que se preparan evaluando las potencialidades de cada centro y por ello es necesario que se profesionalice a la actividad.
«Por todo esto es que el equipo resulta insuficiente para abarcar la totalidad de establecimientos en todo el país», señala el documento.
Sobre las residencias en estado crítico, el texto detalla que las personas que viven allí están «en situación de extrema vulnerabilidad» y en ocasiones el Estado no cuenta con plazas disponibles para trasladarlos.
Hasta este viernes, se registran en Uruguay 648 casos positivos y 17 fallecidos por coronavirus.
Además de un tripulante del crucero australiano Greg Mortimer, que no aparece reflejado en esa estadística oficial pese a fallecer en un hospital uruguayo, en los primeros días de la enfermedad en el país suramericano murió una mujer de 82 años contagiada pero cuyo deceso, según los médicos, se debió al cáncer terminal que padecía.
(efe)