La expansión con los caracteres de una pandemia del virus SARS COV-2, responsable de la
enfermedad COVID-19, ha impactado en las sociedades de todos los países afectados, a lo cual no
ha escapado nuestra sociedad. Además de los esperables cambios en el sistema de salud
preparando su respuesta, las repercusiones de la epidemia han tenido consecuencias directas sobre
múltiples aspectos del comportamiento humano.
Como hechos positivos que podemos señalar para nuestro país y lo que ha sido nuestra experiencia
hasta este momento (no podemos predecir con certeza que ésta vaya a ser nuestra realidad los
próximos meses) el distanciamiento social que la población adoptó desde el inicio, ha contribuido
indudablemente al control epidemiológico de la infección, a una protección de la población en su
conjunto y del propio sistema de salud, que hasta el momento no se ha visto desafiado a responder
a una exigencia asistencial masiva, como ha sucedido en otros países, donde se constituyó una
verdadera situación de desastre: las demandas asistenciales superaron ampliamente las
posibilidades del sistema sanitario. También, y como consecuencia de este distanciamiento social,
se ha podido controlar en términos de mortalidad, con una cifra total de fallecidos que no alcanza
las 15 personas a la fecha en que escribo estas líneas, luego de casi un mes y medio de declarada la
situación de alarma sanitaria.
Todo esto se ha logrado, es imperioso señalarlo, con un costo económico gigantesco, con miles de
personas sin trabajo, pasando penurias en el marco de la incertidumbre que significa para todos no
saber cuándo será el momento en que podamos decir “volvemos a la normalidad”, con el impacto
psicológico que además conlleva.
Dicho en otros términos, nosotros, los uruguayos, hemos sido capaces de mantener hasta el
momento una curva bastante plana de expansión del virus, evitando su ascenso exponencial que
pondría rápidamente en jaque al sistema de salud y su capacidad de respuesta.
Este escenario se ha reiterado más o menos así, con las correspondientes variantes inherentes a las
peculiaridades de cada sociedad, en todos los países que han podido mantener bajo control la
expansión de la pandemia.
Llegados a este punto, podríamos preguntarnos: ¿cuáles son los factores que han llevado a una
respuesta masiva y disciplinada de la sociedad, más o menos sostenida en el tiempo -al menos hasta
ahora- acatando el distanciamiento social y las otras medidas implementadas, a pesar de las
penurias que hemos señalado? ¿Todo puede explicarse por efecto del miedo frente a una agresión
nueva y desconocida?
¿Es el impacto de la abrumadora información a nivel mundial que se ha desplegado en un planeta
más interconectado que nunca, con redes sociales que permiten la conexión instantánea entre
personas de diferentes continentes?
Al menos para nuestro país, al cual conocemos, hay aspectos de esta respuesta que por lo menos
deberían sorprendernos, si los confrontamos con lo que es nuestra reacción, como sociedad, frente
a otros determinantes de muerte y sufrimiento con los que podemos convivir indolentemente de
manera cotidiana. Y cuando hablamos de “respuesta”, en este momento no nos estamos refiriendo
exclusivamente a la respuesta de la ciudadanía que veníamos analizando, sino que tomamos esta
palabra en su sentido más amplio, comprendiendo en la misma la respuesta política, la respuesta
de los medios masivos de comunicación y de todos los estamentos que hacen al país.
Porque sin la menor intención de minimizar una enfermedad que se ha difundido como una
pandemia, así reconocida y declarada por la Organización Mundial de la Salud, con alta
contagiosidad (cifra actualmente cercana a los 3 millones de infectados confirmados en el mundo)
y que ha determinado que más de 200.000 personas hayan fallecido, con una letalidad que varía del
1 al 10% (diferencias según países, grupos etarios, etc), no cabe duda que su impacto en términos
de morbilidad y mortalidad es ostensiblemente menor si lo comparamos con otros determinantes
de muerte y discapacidad, como la siniestralidad vial.
En nuestro país la tasa de mortalidad por siniestros de tránsito es de 12 personas/100.000
habitantes, con departamentos -como Cerro Largo- que superaron en 2019 el 23/100.000 (cifras
oficiales de la UNASEV)
Tan solo en la última semana de turismo (4 al 12 de abril de 2020) hubo 324 uruguayos lesionados
en las rutas y calles de nuestro país; de ellos, 42 graves y 7 fallecidos. Cinco de los 7 fallecidos eran
menores de 40 años. Y esto, en el mejor de los escenarios: en pleno aislamiento social, con la
campaña “quédate en casa” contribuyendo a alcanzar cifras muy por debajo del mismo periodo del
año pasado.
Precisamente, el año 2019 cerró con la menor cifra de uruguayos fallecidos por siniestralidad vial
de los últimos años: 422. Sin embargo, eso es más de una persona muerta por día.
¿Se imaginan la repercusión a todo nivel (político, social, en los medios, etc.) que presenciaríamos
si tuviéramos más de un fallecido por día por causa del SARS COV-2?
Al parecer hemos aprendido a convivir con un “virus” distinto, que ataca a nuestra población de
manera insidiosa, que mata preferencialmente a gente joven, menores de 40 años, que enferma a
miles por año: 25.114 afectados el año pasado -69/día-, 3050 de ellos graves.
Pero al parecer, nada de esto termina por conmovernos. Y en este plural nos incluyo a todos como
uruguayos: desde la ciudadanía a la dirigencia política; ninguno de nosotros se ha adherido a un
cambio de comportamiento siquiera comparable al que hemos llevado adelante -por la causa que
sea- frente a esta nueva pandemia; ningún sector político ha demostrado un nivel de preocupación
y alarma sobre la siniestralidad vial como causa de discapacidad y muerte, siquiera comparable al
que sí ha determinado el SARS COV-2.
Ese es uno de nuestros desafíos como sociedad: comprender y asumir que estamos inmersos en
otra epidemia en el seno de la pandemia. En una epidemia frente a la cual, por cotidiana, por
habitual, no parecemos estar dispuestos a adoptar las urgentes medidas que permitan revertirla.
Una epidemia que lesiona y mata a muchos más uruguayos y uruguayas, en su mayoría jóvenes, y
cuyo costo en términos económicos, sociales y de sufrimiento, no parece que termináramos de
reconocer.
Ese es el desafío, una vez más, para el movimiento MAYO AMARILLO!
Dr. Fernando Machado, FACS
Prof. Director del Departamento de Emergencia
Hospital de Clínicas – Facultad de Medicina de la UdelaR