Por Concepción M. Moreno
Del ‘noucentista’ que se codeó con las altas esferas catalanas al creador del Universalismo Constructivo hubo décadas de formación y contacto con muchos artistas, pero si un punto de inflexión marca la obra del uruguayo Joaquín Torres-García fue su viaje a Nueva York, del que ahora se cumple un siglo.
Después de 29 años afincado en Cataluña, adonde llegó como adolescente y donde desarrolló la etapa «mediterránea» de su arte, y tras la decepción que supuso el fin de un contrato para decorar la Generalitat, en junio de 1920 viaja a la Gran Manzana con su familia.
Pese a que se gana la vida pintando telones para obras de teatro, algo que no le gusta, Torres-García (1874-1949) conoce allí a artistas como Joseph Stella o Marcel Duchamp, expone sus pinturas y entra en el círculo de coleccionistas de arte, como las hermanas Katherine y Dorothy Dreier o Gertrude Vanderbilt Whitney, fundadora del Whitney Studio Club.
El libro «New York» (2007), escrito durante su estancia en la Gran Manzana, incluye dibujos de las impresiones que le dejó la «ciudad afiche», como él la denominó, un universo de mecanicismo, velocidad y grandes edificios llenos de anuncios publicitarios que le atrajo visualmente pero que le resultó «insoportable» para vivir.
En 1922 regresó a Europa, donde desarrollaría su personal estilo antes de radicarse definitivamente en Uruguay en 1934.
DEL ESTÍMULO A LA DECEPCIÓN
«Es un poco el punto de inflexión, en el cual él asume esa convicción en Nueva York y, por eso, el viaje a Nueva York no es un viaje frustrado ni un viaje inútil, sino que tiene un sentido en el resto de su vida», explica a Efe el ensayista Gabriel Peluffo Linari sobre los dos años del pintor en Estados Unidos.
El autor de obras como «Historia de la pintura en Uruguay» o «El oficio de la ilusión» trabaja actualmente en una recopilación de textos sobre Torres-García de otro gran especialista uruguayo, Juan Fló (nacido en Montevideo en 1930), que espera ver la luz este año.
Peluffo cita a su colega para hablar del «terrible secreto» que el pintor dice descubrir en Nueva York y que menciona en una carta escrita en 1921.
«La hipótesis que desarrolla Fló es que ha descubierto ese terrible secreto: una contradicción entre el estímulo de la ciudad y lo decadente que encuentra la parte humana», agrega Peluffo, quien concluye que de ese debate en el alma del pintor nace «la asunción de una responsabilidad personal para tener que ‘salvar’ al arte».
En opinión de Alejandro Díaz, director del Museo Torres-García, el pintor se siente decepcionado al ver una sociedad «tan mecánica, tan estandarizada, alejada de lo natural», pero no por «lo que fue a buscar visualmente» a la ciudad.
«Él la considera (a Nueva York) una obra de arte, hecha inconscientemente, colectivamente, fruto de un tiempo», explica el bisnieto del artista, quien califica de «semilla muy importante» aquel viaje, ya que «no va simplemente a retratar a Nueva York, va a tomar elementos plásticos contemporáneos en los cuales él resuena y que va a integrar a su obra para generar su propio lenguaje».
«Esa gran síntesis, ese salto de calidad lo hace en Nueva York», añade.
LOS JUGUETES DE TORRES-GARCÍA
Torres-García estuvo muy apegado a la pedagogía moderna desde sus tiempos de docente en la escuela Mont d’Or (Tarrasa). Consideraba, relata su bisnieto, que «la escuela (tradicional) deforma al niño y es mejor mantenerlo cerca del espíritu universal», por lo que sus hijos no iban a la escuela.
«Hasta que un policía los vio jugando en la casa a la hora de la escuela y les dijo: ‘vayan’. Los niños, agradecidos. Mi abuela (Olimpia, hija mayor del pintor) me contó que estaba encantada. Empezaron a integrarse a ese mundo nuevo desde ese lugar», recuerda Díaz sobre aquellos días neoyorquinos.
En ese ámbito, Torres-García diseñó unos juguetes con la idea de que, además de una expresión artística, fueran un negocio para la familia. Ya en su época catalana empezó a crear desmontables de madera -de hecho, patentó un caballo balancín- y pretendió que en Nueva York fueran una industria. Así nació Aladdin Toys.
«Los juguetes es una de las cosas que más le acercan a la vanguardia, que ya tenía en el año 18. Cuando empieza con los juguetes, sin conocer el neoplasticismo, ya tenía elementos que tenían que ver con esa lógica del encastre, de lo geométrico, aun cuando está distanciado del cubismo», explica Peluffo.
En esa línea coincide Díaz, quien argumenta que «los juguetes anticipan muchas soluciones plásticas que va a utilizar años más tarde» y que suponen «la gran excusa para lanzarse a la aventura de ir a Nueva York al sueño americano».
«También es un laboratorio formal, él investigó soluciones plásticas muy interesantes que va a usar años más tarde. Trabaja con la forma como forma pura en relación con otras formas», indica el bisnieto de Torres-García.
El proyecto continuó a su regreso a Europa, pero la fábrica de juguetes, que quedó instalada en Estados Unidos, se quemó años después y supuso «por suerte», sonríe Díaz, la entrega definitiva de Torres-García a la pintura.
En 1926 en París, continúa Díaz, «eclosiona como artista moderno pleno», algo en lo que coincide Peluffo, quien explica que Torres-García «volvió con muchos más elementos que los que tenía en el año 20», cuando intentó instalarse en la capital francesa antes de viajar a Nueva York.
Ahí comenzaría su camino hacia el Universalismo Constructivo, por el que hoy es conocido en el mundo del arte.
(EFE)
Fotografía de una libreta de notas con un dibujo de Nueva York que perteneció al artista uruguayo Joaquín Torres-García, en Montevideo (Uruguay). EFE/Raúl Martínez