Por Paula Cobas*
La crisis del COVID- 19 ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de nuestros sistemas económicos: cierre de empresas, pérdidas de fuentes laborales, profundización de las inequidades sociales. En el mundo entero se están desarrollando paquetes de medidas para incentivar que las economías vuelvan a sus sendas de crecimiento y poder mejorar las condiciones de vida de las personas. Las acciones que buscan incentivar la relocalización de recursos en sectores más productivos, dinámicos y sostenibles en el tiempo vuelve a ser el centro del debate económico, y la política industrial vuelve a ser protagonista.
Esta es una oportunidad única de diseñar acciones de recuperación económica que no solo permitan volver a la situación económica “pre-covid”, sino que permitan ir hacia una situación aún mejor. Esto implica generar transformaciones que reduzcan la probabilidad de shocks en el futuro, y que incrementen la resiliencia de nuestros sistemas cuando éstos ocurran. Las medidas deben tener como centro el bienestar, la inclusión y la sostenibilidad.
Es condición necesaria para crecer mejorar la productividad y competitividad de la economía, es decir encontrar formas más eficientes de producir lo que ya se produce, y aumentar la participación de actividades de mayor valor, intensivas en conocimiento y con mayor nivel de especialización. De esta forma, se diversifica el conocimiento disponible, impulsando la creación de nuevos productos, y por tanto el crecimiento económico. Y aquí es donde la política industrial se vuelve protagonista.
Se entiende como política industrial al conjunto de acciones que buscan modificar la estructura económica, incentivando la relocalización de recursos hacia sectores y actividades específicas, seleccionados en base a su capacidad de generar efectos positivos sobre el crecimiento económico. La necesidad de implementar acciones de política se sustenta en el hecho de que los precios de mercado no siempre reflejan toda la información necesaria para guiar en forma óptima las decisiones de inversión y relocalización de recursos.
La política industrial aplica a todo el espectro de actividades productivas, no necesariamente se acota a la industria manufacturera, por lo cual podría hablarse de política de transformación productiva. Pero aún así, el rol que ocupa la industria manufacturera en el proceso de crecimiento de los países continua siendo central, ya que permite generación de empleo y de innovación a lo largo de toda la cadena de valor: “hacia arriba” en los proveedores de insumos y servicios, así como “hacia abajo” en las actividades de distribución, comercialización y servicios asociados, generando derrames positivos en la productividad hacia otros sectores de la economía.
De acuerdo al planteo de Dany Rodrick (2015), profesor de la Universidad de Harvard y uno de los principales académicos en temas de política pública, históricamente la expansión del sector manufacturero se ha vinculado al crecimiento de las economías, incrementando su participación en el valor total generado, hasta un nivel máximo de industrialización. A partir de allí, la participación comienza a decrecer frente al avance de los servicios, como consecuencia tanto de procesos de automatización que expulsan trabajadores de la industria hacia los servicios, como de la creciente especialización de la industria que demanda servicios específicos y calificados.
Esta tendencia subyace a las experiencias de industrialización del sudeste asiatico, y más recientemente de China. El problema en los países en desarrollo es que la fase industrializadora se estanca en niveles bajos, pasando de mayor participación de valor agregado y empleo en el sector primario directamente hacia los servicios, llevando a una desindustrialización prematura. Esto se debe en parte a que el avance en tecnologías que ahorran mano de obra, disminuye el poder de la industria manufacturera de generar incrementos de productividad mediante la absorción de recursos desde actividades primarias menos productivas. A su vez, la creciente globalización lleva a industrias incipientes a enfrentarse a empresas con mayor trayectoria, restringiendo sus posibilidades de crecimiento.
Este planteo es compatible con la realidad de América Latina, donde sus economías continúan centrándose en sectores primarios y los procesos de industrialización no han logrado despegar. Aún los esfuerzos destinados a desarrollar eslabones productivos para la incorporación a cadenas de valor globales, ha generado casos aislados de éxito, pero no ha logrado derramar sobre el tejido industrial de las economías. Y como si fuera poco, la crisis económica actual ha puesto de manifiesto la fragilidad de algunas cadenas globales, en un escenario donde las transacciones se han reducido e incluso detenido por completo. La mirada local una vez más aparece como una opción de crecimiento para la región, y las posibilidades de recuperación se asocian nuevamente a incentivar actividades industriales. La política productiva está nuevamente en centro, el punto central es definir que tipo de estructura queremos impulsar.
Desde la revolución industrial el crecimiento económico se ha basado en la extracción de recursos naturales a un ritmo mayor que el que pueden regenerar el planeta , incrementándose los niveles de contaminación, afectando los ecosistemas y su biodiversidad, y ese ha sido el proceso industrializador de las economías que hoy tienen mayores niveles de vida de su población. Pero ese camino no es la única opción.
Los encargados de diseñar las políticas, enfrentan la aparente dicotomía de elegir entre crecimiento económico o protección ambiental, asumiendo que las tecnologías no contaminantes implican sobrecostos y que las reglamentaciones y medidas de control ambiental afectan negativamente la competitividad de las empresas nacionales. Pero ojo, tampoco es cuestión de pedir a los gobiernos que prioricen la protección ambiental sobre la recuperación de las fuentes de trabajo y las mejoras en las condiciones de vida de la población, y menos aun frente a la sitaución de pandemia.
Pensar una recuperación sostenible implica conjugar el crecimiento de corto plazo, alineándose a inversiones y generación de empleos en actividades que potencien la utilización de energías renovables, la inversión en tecnologías limpias y bajas en emisiones de carbono, la circularidad de las cadenas de valor y su mayor resiliencia frente a shocks. No se trata de aumentar costos y perder competitividad, sino de redefinir los incentivos existentes para que se observen los verdaderos costos en el mediano y largo plazo. La forma en que hoy se toman las decisiones de consumo y producción, no considera el costo social del agotamiento de los recursos, de la contaminación o del cambio climático. Estos costos ambientales deben reflejarse en los sistemas de precios de mercado, de modo de guiar las decisiones de producción, de consumo y de inversión.
Este es el desafío que enfrenta la nueva política industrial para la era pos-covid y que constituye una oportunidad única para el desarrollo de las economías aún no industrializadas.
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* Investigadora de Cinve. MSc en Economía por Barcelona School of Economics (Twitter: @paulacobas, correo: pcobas@cinve.org.uy)
** Entrada escrita para el Blog SUMA de CINVE www.suma.org.uy.
*** Autorizada su publicación en Carmelo Portal.