Por Lucía Taboada (*)
Un “¿Qué tal estás?”, según qué días, es una tortura. Se te agarra del cuerpo un sentimiento profundo de desidia y no te gusta , no queres responder a nada.
Tienes las palabras a mano, claro, un “bien”, un “ahí vamos”, un “sin novedades”, un “pues tirando”, pero no eres capaz de conjugarlas.
Esos días recibes una llamada de tu madre, porque las madres huelen la flojedad como sabuesas. Tienen un chip detector incorporado en el cerebro que ríete tú de la nanotecnología.
Tu madre detecta a kilómetros de distancia que algo te pasa, te llama y tú no le respondes. Entonces ella te recrimina por WhastApp que no descuelgues el teléfono, y tú le recriminas que te lo recrimine.
-Mamá, no quiero hablar ahora mismo.
-Es que nunca te gusta hablar con tu madre.
Y lo que iba a ser un “¿Qué tal estás?” se convierte en una discusión en la que no respondes a la pregunta inicial, pero dices muchas otras cosas.
Las madres son profanadoras oficiales de silencios. Una madre pregunta, pregunta mucho, pregunta todo el rato. La curiosidad de una madre es inabarcable y la contención emocional de los hijos respecto a ellas se convierte muchas veces en un problema.
Con las madres se dan tiras y aflojes interminables. Enojos y desenojos. Portazos y timbrazos. Desapegos que, sin embargo, son apegos ferocísimos.
Los describió a la perfección la escritora Vivian Gornick en el libro que lleva ese nombre, Apegos feroces: “Mi madre y yo estamos atrapadas en un estrecho canal de familiaridad, intenso y vinculante: durante años surge por temporadas un agotamiento, una especie de debilitamiento, entre nosotras. Después, la ira brota de nuevo, ardiente y clara, erótica en su habilidad para llamar la atención”. La ira precede a un paseo por la ciudad con un helado en la mano.
De la lectura de Apegos feroces se pueden sacar muchas conclusiones, la más evidente es esa imposibilidad de ruptura con las madres, la existencia de un lazo tan hondo como los reproches que a veces intercambiamos con ellas.
A una madre le podemos decir que no sea pesada, pero en el fondo queremos que lo sea. Le podemos decir que nos deje en paz, pero en el fondo no queremos que lo haga. Necesitamos que en esos días de desidia nos dé un empujoncito verbal, aunque éste sea a través de una discusión. Levántate y anda.
“Hoy en día el amor hay que ganárselo. Incluso entre madres e hijos”, dice Gornick. Para ganarse el amor de una madre bastante con responder a un “¿Qué tal estás?”. Es curioso porque ellas ni siquiera te piden que les devuelvas la pregunta. Suelen estar bien si tú lo estás.
Mamá, nos vemos en la nueva normalidad. ¿Cómo estás hoy?
(*) Tomado de GQ