Por Elio García |
Es en el horizonte argentino que se forman las grandes tormentas. El mejor lugar para ver su desarrollo y desenlace tal vez sea la Playa Seré, pero no quiero imaginar lo que debe ser estar arriba del edificio más alto, el Lamas Garrone, contemplando allí el poder de la naturaleza, y comprobando en la azotea más cercana a las nubes del Carmelo, como lenta, pero implacablemente avanza todo ese barullo a través del río, hacia nosotros.
El viento mezclado con polvo callejero se despierta cruzando el Arroyo de las Vacas y se va intercalando entre los recovecos de nuestras calles. Hermoso es mirar como nosotros, habitantes de esta ciudad, corremos por 19 de abril al norte, huyendo de lo inevitable, mientras rayos y centellas se descuelgan a nuestras espaldas. Y pasan las bicicletas, las motos, los autos, transeúntes que tratan de apurarse para llegar a casa, sin una gota que los alcance. Ese caos que se produce en el tránsito, minutos antes es ineludible, una parte sustancial de convivir con el minuto fatal que puede convertirse en crucial, al envolverte lo más temible, el viento y el agua en caída libre sobre todo tu cuerpo.
Las tormentas son percibidas, incluso olfateadas por los seres más sensibles, conocedores de los misterios del río y aquí en los hogares hay una rutina previa que también nos alcanza. Descolgar la ropa tal vez sea la primera reacción, y cuando el cielo se vuelve fiero, están los precavidos. Esos tipos que desconectan todo aquello que es eléctrico, televisores, radios, heladera, calefones y ahora computadoras y módems, son puestos a resguardo del suministro eléctrico. Se trata mayoritariamente de vecinos que han sufrido, alguna vez en su vida, la maldición moderna de quemarse un aparato por un rayo que cayó en algún lugar cercano del barrio.
El agua en temporal nos recluye en nuestras casas, y en muchas dejan rastros poéticos en sus paredes, manchas de humedad, testigos de filtraciones, una confirmación que no hay construcción perfecta, ni refugio inviolable, una oportunidad para imaginar figuras, crear monstruos o reconocer estampas sobrenaturales. La lluvia mueve también nostalgias y en los techos de chapa se vuelve una fiesta armónica, una suerte cultural de música infinita, que muchas veces ha servido de arrullo de amor, de oportunidad en siesta, ese sentimiento tan particular de escucharte lloviendo, de recordarte mirando charcos.
El trueno siempre es el preludio de todo. Es una marca registrada que viene del río. Un poco antes algunos salimos a enfrentar la tormenta, a sentirla en la cara. Es una forma centenaria de recibirla en el Carmelo. Dicen acá que cuando llueve en Buenos Aires, a los pocos minutos la misma agua transformada en gotas es recibida en nuestras calles. Es curiosa esa sintonía cultural que tenemos con los argentinos, es parte de nuestra sangre mirar para donde viene el ruido. Siempre viene de Buenos Aires. Y los vecinos te lo anuncian. No existe en ningún lugar del país un hecho cultural tan característico como el de confirmar la tormenta en el país hermano y de comprobarla unos pocos minutos después en carne propia.
No solo nos cruza la historia, sino también las tormentas. Se dibujan visualmente en la frontera argentina y aquello es una fiesta para el disfrute. Los mejores cumulus nimbus los he visto en el horizonte, sobre el delta. Aquí cerquita nomás.
Ya me lo dice mi gente. Sí llueve en Buenos Aires. Es muy probable que llueva en Carmelo. En pocos minutos.