Durante esta semana de turismo bastaba salir unos pocos kilómetros a la redonda y siempre aparecían grupos de viajeros en bicicletas.
Es una nueva tendencia que cada vez tiene más adeptos. Muchos de ellos nos visitaron esta semana. Algunos llegan incluso desde la Argentina con su bicicleta en la Cacciola. Se los puede ver en el puerto luego de hacer los trámites acomodarse y salir en dos ruedas.
Varios de estos aventureros cuentan sus historias en sitios web propios. Ya hemos visitado algún otro. Hoy les toca el turno a Jime y Andrés. Lean su testimonio.
La vida de viaje
Cuando estamos dentro de un viaje somos los protagonistas de ese minuto a minuto que vamos viviendo. Cada instante tiene su lógica con el momento que lo precede y así vamos tejiendo una red de historias y encuentros que forman parte de un mismo hilo. Cada día es nuevo y diferente pero a la vez tiene su relación directa con el día anterior, con las decisiones que tomamos, las rutas que elegimos y las personas que se cruzan en nuestro camino.
Vivimos todo como un todo sin pensar demasiado, interviniendo con movimientos muy sutiles que hacen que una aventura se torne irrepetible independientemente de cuántos días estemos en un lugar.
Pero a la hora de volver, ese continuo se fracciona porque el viaje se convierte en momentos. Recordamos sensaciones puntuales, la sonrisa de ese peón que estaba trabajando el campo y frenó para conversar con nosotros o ese atardecer único que se abstrae de un día de 24 horas. Pensar en un viaje que pasó es como volver a esos tiempos únicos y completos que pescamos de una crónica madre llena de detalles y de otros tantos instantes.
La ruta
Despertarnos. Sentir que el cuerpo está pidiendo salir del modo horizontal porque el aislante de aluminio en algún momento de la noche se volvió invisible. Desarmar la carpa, acomodar las alforjas, desayunar té de manzanilla con pan, sentarnos arriba de la bicicleta, empezar a pedalear y a los pocos metros sonreír. Una sonrisa que sale bien desde adentro, que repercute en las personas que vemos, que hace que las piernas avancen a su ritmo porque total no importa si llegamos más tarde o más temprano.
El tiempo pierde fuerza, el tiempo es ahora, es esta ruta, la subida y la bajada que está por venir, la curva donde hay que doblar, la banquina que se convierte en nuestro balcón.
De Carmelo a Colonia el camino es un sube y baja, lo que cuesta subir los “repechos” se disfruta al bajarlos. Es un trayecto con sorpresas: campos pintados de verde limón, construcciones abandonadas que cuentan historias sin palabras de por medio, peones a caballo, muchos pueblos. Ver ciclistas o cicloviajeros sobre la Ruta 21 es algo normal porque pareciera que Uruguay está destinado a ser un país para conocer en bicicleta.
Son 77 kilómetros donde el corazón late más fuerte, donde las piernas pedalean a pesar de estar más o menos cansadas, donde la cabeza escucha el silencio, donde el camino recorrido termina siendo más placentero que la llegada a destino.