Por Carlos Fariello
Del latín nos viene siesta que hace referencia a la hora sexta, el mediodía y el tiempo posterior al almuerzo, que se dedicaba a descansar por un breve lapso.
La siesta se da en un momento particular del día y en cualquier momento, que no tiene por qué ser particular, en la vida de las personas.
Digo esto último pues hay quienes de chicos sesteábamos por supuesto que, bajo la amenaza de la chancleta, después de grandes no lo hicimos aunque si a veces, y más adelante, sobrepasando el medio siglo de edad, la volvemos a practicar.
Para la siesta no es necesario ni cielo oscuro ni estrellas. Es como inventarse una noche y echarse a dormir.
Macedonio Fernández llega a suponer una cierta estética de la siesta, pero no voy a entrar en disquisiciones que puedan quitarme el sueño.
Así, que para sestear basta con yacer en algún lugar, entornar los ojos y someter la psiquis y lo corporal a un cambio de estado para que nos deje un tiempo de reposo y nos desconecte de la realidad.
Sestear cuando llueve y la lluvia golpetea su música sobre un techo de lata. O cuando, escondidos del solazo de la tarde, nos adentramos en el sueño con la marcha estridente de las chicharras cantoras del verano, puede tener para muchos un valor incalculable.
Hay hasta un disfrute en todo eso.
La siesta es un ritual doméstico y pagano celebrado, tanto por laburadores como por holgazanes, y atraviesa toda concepción de clases sociales.
La siesta es un momento de intimar con el sueño creyendo que al cerrar los ojos el mundo cambiará o por lo menos esa ilusión puede hacerse realidad por, más o menos, media hora.
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