Por Gervasio Aznarez
* Candidato por Evolución Joven, Partido Nacional
Dicen que ya había comenzado a irse con el ocaso de la etapa gaucha de la sociedad rural, con la hegemonía de la ciudad encandilando los alrededores y con la concepción oriental en contraposición a la uruguaya. Que Aparicio Saravia había empezado a morir antes de las últimas montoneras, junto con el ganado cimarrón y la primacía saladeril. Pero fue guapo y caudillo, y como tal conservó los rasgos de la criolledad, y le dio el cuero para quedarse un tiempo más galopeando la campaña, de cara al viento y al fraude cuartelero. No padeció el sombrío y silencioso destierro que sí padecieron Artigas y Rosas. Todo el tiempo había estado desafiando a la vida y fue revolucionario hasta en su muerte. El primero de septiembre sacudió mucho más que la tierra.
Estos son los hechos pasados que no han herido la memoria nacional. Este país es en gran medida un país donde se ha sustraído la reflexión sobre la historia. Desconozco si otro pasado nos impediría este presente. Lo cierto es que la actualidad no puede impedirnos mirar con preocupación hacia ese pasado; mucho menos a los blancos, a quienes los principios nos llegan envueltos en la tradición y en el recuerdo.
Saravia no es solo una mera expresión de lo arisco y no es Masoller el paso previo a la “solución” batllista. No hay que olvidar jamás que las revueltas blancas, federales, legítimas llevaban la modernidad política en ancas. Las revoluciones saravistas le otorgaron al Uruguay real un ineludible camino de libertad y de respeto por las raíces del país.
El grito Patria para todos vela por la autonomía local, por la justicia -dañada hasta ese entonces en manos del centralismo capitalino-, por las libertades individuales, por los derechos políticos. Es acá donde Saravia cobra un inmenso sentido.
Ninguna revolución rompe totalmente con el pasado.
¿Qué otra cosa fueron nuestras revoluciones sino la afirmación de los programas nacionalistas de 1872 y 1891? Ese hilo conductor al que llamamos tiempo establece que los actuales cambios necesarios, aquellos capaces de romper con el quietismo nacional y desterrar de una vez y para siempre la política del “ir tirando”, también necesitan de una tradición. El Partido Nacional, más que ningún otro, corre con la ventaja de saber con claridad cuál es su pasado y cómo éste sostiene al futuro.
Nuestro país tiene hoy, al igual que ayer, asuntos que resolver. El “problema Uruguay” se sostiene con el paso de los años. Es innegable que los tiempos que vienen van a requerir la politización de las cuestiones que evitan -o permiten- la viabilidad nacional.
No es necesario enumerar los desastres heredados. Demasiado ya con que hay que pagarlos. Pero mirar y ver, conocer los hechos, no supone resignarse a soportarlos. Uruguay tiene en su gente la principal virtud para posicionarse de cara al siglo XXI. Por lo tanto, la dirigencia política -puesta ahí por la gente- debe atender la imprescindible tarea nacional, hacer un esfuerzo por estar a la altura y esbozar el país que alumbra. Una etapa ha quedado atrás. En materia de asuntos públicos, guapeza no significa otra cosa que afrontar con cautela pero sin miedos las transformaciones necesarias. Ese es el peso de la historia.
El país debe reconocerse a sí mismo -así como en 1904 se reconoció sometido y marginado. Es inevitable asumir que solo es posible su desarrollo si se desarrolla en su interior, que hay que repensar y reformar posteriormente el Estado si queremos corregir las injusticias estructurales, que hay que dar más lugar a la creatividad que se requiere para eliminar los cuellos de botella y menos al slogan de campaña permanente, que hay que dejar de lado el perdurable modo en que somos refractarios a las innovaciones, que los sueños de los uruguayos no pueden depender de la geografía. Ni los prejuicios, ni los calificativos reaccionarios, ni las verdades a medias destruyen a los hechos. Ellos están ahí, y se precisará consenso y voluntad para toparlos. Nuestra pelea también es contra el tiempo.
El legado de Aparicio es, después de todo, tremendamente actual y traspasa toda frontera partidaria. Se mantiene vigente porque afirma que es posible la convivencia de los partidos políticos y deja en manifiesto que en esta Patria existe un destino común. Suya es también la institucionalidad de la que hacemos eco, las banderas que levantamos y la esperanza de que el Partido Nacional tenga en sus filas un proyecto político capaz de recorrer el camino -aún posible para quienes nos negamos a la resignación pesimista- de asegurarle al país una sociedad integrada y armónica, una comunidad espiritual.
Saravia es el grito de la tierra que callaron más de mil y una vez. Vivió para desagraviar a los marginados del poder. No es errado decir que apostó a la historia y le ganó al destino. La muerte duele. Duele la suya entonces también. Pero de nada sirve la pena. Estamos a tiempo de entenderlo.