Por Santiago Carbone
Amor, solidaridad, amistad y vocación de servicio. Estos pensamientos vienen a la mente del exjugador de rugby y hoy empresario uruguayo Gustavo Zerbino cuando rememora cincuenta años después lo que sucedió en los Andes el accidente aéreo que le obligó a convivir durante 73 días con la muerte y se transformó en «la voz de los que no tienen voz».
«En ese lugar, el mundo entero nos había abandonado y nosotros construimos una sociedad solidaria, donde los bienes pertenecían a la comunidad y las normas aparecían y desaparecían por sí solas».
Éste es el testimonio de unos de los 16 sobrevivientes de aquella tragedia que relata a EFE lo que le tocó enfrentar a sus 19 años, cuando el avión que transportaba a Chile al club de rugby Old Christians para jugar un partido amistoso sufrió un accidente que le costó la vida a 29 de las 45 personas que viajaban en el aparato.
PROHIBIDO QUEJARSE
Romper el silencio contando un chiste o hablando de un plato maravilloso cocinado por una abuela que esperaban poder comer todos juntos cuando volvieran eran algunos de esos protocolos de convivencia que establecieron espontáneamente.
También saber que estaba prohibido quejarse, aunque tuvieran que enfrentar dificultades de todo tipo, como enterarse por una radio que se había suspendido su búsqueda o sufrir una avalancha que se cobró ocho vidas el decimoséptimo día de aquel calvario.
Ese día, la nieve que tapó el fuselaje del avión dejó inmóvil a Zerbino. «Respiraba y el corazón se me salía por la boca. Me di cuenta que me estaba desesperando», recuerda medio siglo después. Pero una voz interior lo tranquilizó.
«En vez de pelearme y padecer, me relajé y me entregué a vivir la experiencia de la muerte. En ese momento, toda mi vida pasó en imágenes, todas increíbles, desde ese momento hasta que estaba gateando en una alfombra y mi madre me estaba recibiendo», cuenta en esta entrevista.
En un momento, todo se transformó en luz y luego experimentó una sensación parecida a cuando suena el despertador un lunes por la mañana. Era alguien que dentro del avión gritaba su nombre.
«Tomé conciencia y sentí como que caía de un tercer piso dentro de mi cuerpo», explica Zerbino. Al abrir los ojos, encontró a su compañero Carlos Páez, al que le mordió un pie para que supiera que se encontraba con vida. Los que estaban cerca de él corrieron peor suerte.
UN BOLSO CARGADO DE HISTORIAS
Zerbino se encargó de recoger y guardar durante los más de tres meses que duró aquella agonía las pertenencias de los que fallecieron ese día.
Medallas, cadenas, relojes, documentos e incluso cartas que algunos escribieron a sus seres queridos fueron puestas en pequeñas bolsas por Zerbino con una misión: entregarlo todo a los familiares.
Todo ello lo colocó en un bolso que se llevó el día de la operación de salvamento. Los rescatistas no querían que lo subiera al helicóptero que los rescató en diciembre de 1972, porque pesaba mucho, pero Zerbino se negó: no viajaría si esos recuerdos no iban con él.
«Cuando me subí con el bolso y lo abracé sentí una sensación agridulce, una gran tristeza porque abandonábamos el lugar en el que sobrevivimos durante 73 días, nuestro hogar».
Al regresar a Uruguay, Gustavo Zerbino fue casa por casa entregando los objetos a los familiares de quienes no volvieron. Años después, continua visitando a las madres de sus amigos.
«Yo soy la voz de los que no tienen voz. Cuando nosotros llegamos volvimos todos, porque las madres que perdieron a sus hijos hoy tienen la certeza que que murieron. Pero no sólo cómo murieron, sino también cómo vivieron hasta el último día, los testimonios que ellos dejaron. Gracias a eso, han podido cerrar una etapa», asegura.
Y aunque confiesa que el pasado es un lugar al que va muy poco, Zerbino cuenta que cada mañana agradece a Dios la posibilidad de tener 86.000 segundos más para hacer lo que quiera. Y también agradece a los amigos que ya no están pero «que viven para siempre en el corazón». (EFE)