Por Alejandro Prieto y Santiago Carbone
Sembrar a través de los libros pequeñas semillas de futuro es el impulso que, pese al devenir de las generaciones, mantiene viva a la biblioteca fundada por las madres de quienes hace ahora cincuenta años murieron en la tragedia aérea de los Andes para calmar un dolor que «siempre está».
Una pequeña maceta blanca con un trébol acompañada del lema «Valor y fe» da la bienvenida al camino dominado por el verde que lleva a la histórica casa del barrio montevideano de Carrasco en la que, desde 1973, funciona la biblioteca Nuestros Hijos.
SU SEGUNDO HOGAR
Allí, en hilera, crecen las plantas de sus fundadoras: Sara Vázquez, María Gelsi, Selva Ibarburu, Nene Caubarrere, Gladys Rosso, Lita Petralgia, Raquel Arocena, Raquel Paullier, Stella Ferreira, Helida Riet, Bimba Cornah, Agnes Vallendor y Ana María Nebel: las madres de los que «no volvieron» de la cordillera.
«Se juntaron trece madres, las que podían, y se preguntaron: «¿Qué podemos hacer?» Barajaron muchas ideas hasta que a Agnes Valeta le ocurrió hacer una biblioteca estudiantil gratuita», cuenta a EFE Stella Pérez del Castillo, una de las hermanas de Marcelo, quien falleció 17 días después de caer en los Andes.
La hija de Ferreira recuerda además cómo fue la reacción de la familia cuando, acompañada de las demás, su madre planteó la idea cuando apenas habían transcurrido nueve meses del rescate de los 16 sobrevivientes.
«Les dijimos que estaban fuera de sí por empezar una cosa de ese calibre. Al final fue maravilloso. Mamá siempre contaba que al principio hablaban un diez por ciento de lo que iba a ser la obra y un noventa por ciento del accidente, pero al final fue al revés». Claudia Pérez del Castillo, hermana de Stella, recuerda lo difícil que resultaba en aquellos momentos vivir el regreso de los que sobrevivieron.
«Nos tocó la mala suerte de tener que soportar este trago amargo. Hasta el día de hoy me acuerdo del momento que dijeron la lista en casa y fue un espanto», recuerda.
Stella, que integra hoy junto con Claudia y otros familiares la comisión directiva de la biblioteca, explica que en ese espacio encontraron «un segundo hogar» las madres que a pesar del silencio de cada una «sabían que las demás estaban sintiendo exactamente lo mismo».
EL DOLOR SIEMPRE ESTÁ
La tragedia sigue latente en las familias a cincuenta años del accidente que acaparó los titulares de la prensa mundial por el extremo al que tuvieron que llegar para mantenerse los sobrevivientes del avión de la Fuerza Aérea Uruguaya que salió rumbo a Santiago de Chile y tras una escala en Mendoza cayó en el lado argentino de los Andes.
Porque pese a que las autoridades dieron por terminada la búsqueda al décimo día, los familiares «nunca perdieron la esperanza». La madre de Stella y Claudia llegó a recurrir a dos videntes en busca de información sobre el paradero de su hijo Marcelo, el capitán del equipo de rugby Old Christians que organizó el viaje.
«Mamá fue con una amiga y una hermana a otra vidente, acá en Uruguay, que tocó una prenda de Marcelo. Era 28 de octubre, la señora tocó la prenda y dijo: ‘esto está caliente, siento olor a chocolate, mucho olor a chocolate, o sea que hay vida, pero a su hijo lo tienen que encontrar hoy'», recuerda.
La desesperación era evidente en la familia porque el padre había muerto tres años antes y su hermano Marcelo paso a ser «como un padre» para ellas, que hasta el día de hoy sienten un enorme vacío por su ausencia.
«El dolor siempre está, solo que un poco más calmado adentro del corazón. En nombre de tus hijos o de tus hermanos estás ayudando y, aunque parezca que es una gotita, forma parte del mar», reflexiona quien recuerda a su hermano como «un ser adorable».
PASAR LA ANTORCHA
Siguiendo la iniciativa de su tía, María del Carmen Perrier, una de las hijas de Stella, publicó recientemente un libro titulado «Del otro lado de la montaña», que narra cómo el accidente afectó a las familias.
La biblioteca, que también pasará pronto a manos de las nuevas generaciones, tiene un club de lectura y un sistema de becas para estudiantes de pocos recursos. El centro comenzó a funcionar en una época en la que «no existía internet», pero ahora ha encontrado un aliado en lo virtual, explica Stella.
Una de las iniciativas para mantenerlo actualizado son las clases de computación que se imparten en la biblioteca, que busca ser también «una casa de la cultura». Por eso, la biblioteca Nuestros Hijos sigue abriendo nuevos caminos, en su afán por contribuir a la educación de los niños y adolescentes.
Clases de informática y muy pronto también de inglés, becas, nuevos proyectos y miles de visitas al año. «Un mimo al corazón» para los chicos de parte de las familias que sufrieron la pérdida de sus seres queridos en aquel fatal accidente. (EFE)
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