Por Alejandro Prieto
Luchar contra los «noes» que como piedras la vida pone en el camino es la gran lección que dejó a Carlos Páez, el «niño mimado» que en un súbito abrir y cerrar de ojos tuvo que sobrevivir en la altura de los Andes tras el accidente aéreo de 1972 en el que «Dios era el copiloto pero no resolvió la historia».
«Miro mi vida pasada como lo hago por el espejo retrovisor del auto», señala al principio del libro que recoge su testimonio de vida este técnico agropecuario, empresario y conferenciante que a sus 68 años se acomoda en un estudio rodeado de fotos enmarcadas, recuerdos materiales de una vida que cambió para siempre un 13 de octubre.
Ajustando ese retrovisor a una distancia de medio siglo, Páez cuenta a EFE las enseñanzas que como, una maestra inesperada, la cordillera le dejó plasmadas en la historia de su vida.
LA LUCHA CONTRA EL NO
«Yo digo lo que aprendí en los Andes y en los cincuenta años posteriores, porque en realidad la vida es un aprendizaje», relata Páez, que a raíz de su vivencia como sobreviviente de aquella odisea de 72 días que acaparó la atención del mundo, se ha dedicado a impartir cursos y dar conferencias motivacionales a empresas y organizaciones.
Hay «otras historias grandes» de desastres, como el hundimiento del Titanic o la caída de las Torres Gemelas, pero «duraron muy poco», a diferencia del «proceso» de la conocida como «la historia más extraordinaria de supervivencia» protagonizada por un grupo de personas.
«Lo nuestro fue un proceso de lucha contra el no, de toma de decisiones, de tolerancia a la frustración, de adaptación al cambio y de encontrar recursos desconocidos que el ser humano tiene aunque a veces no nos demos cuenta», asegura. Ese espíritu de lucha resultó clave para triunfar en la batalla contra la angustia y la desesperación que dieron los 16 supervivientes de la tragedia aérea.
Entre los «noes» que tuvieron que enfrentar están el brutal accidente, el «recibir la noticia de que no te buscan más», la decisión de «alimentarse de los compañeros muertos», la avalancha en la que mueren ocho más y el intento fallido de hacer funcionar la radio del avión.
«Lo permanente fue el ‘no’ y el gran mérito de nuestra historia fue que al ‘no’ le dijimos ‘sí'», afirma con rotundidad Carlos Páez, quien extrapola aquella lucha titánica al esfuerzo que hay que hacer día, y citando a su padre recuerda que «sin obstáculos no hay estímulos».
UN NIÑO MIMADO DE 18 AÑOS
«Yo era un chico que no servía para nada, un malcriado, un consentido que desayunaba en la cama, y de pronto me tocó vivir esta historia, pasarme 70 días con unos jeans y unos mocasines en las condiciones más adversas», recuerda sobre el joven que, aunque no pertenecía al Old Christians Club, se subió a aquel FAU 571 fletado por el equipo de rugby.
Como recuerda en el libro «Después del día diez», «Carlitos» Páez había jugado «muy poco» al rugby en el colegio Stella Maris, cuyo equipo organizó el vuelo a Chile para un partido, y, lejos de ser un deportista, era un «niño mimado» que quería independizarse con su primer viaje en solitario.
De hecho, el hijo del reconocido pintor Carlos Páez Vilaró no solo venía de una familia adinerada, sino que a esa edad todavía tenía niñera, lo que lo hacía bastante menos maduro que la mayoría. Pero aún, logró salir con vida para contar una historia que, recalca, «fue netamente grupal».
«¿Qué fue lo que nosotros hicimos? Nos convertimos de golpe en una especie de máquina para vivir», confiesa. Saber que no podían contar con la llegada de ayuda exterior fue decisivo para salir adelante.
DIOS, UN MERO COPILOTO
Según relata en su libro, a medida que descendía el avión para acabar estrellándose en la cordillera, un pensamiento atravesó su cerebro: «arreglar cuentas con Dios». Y entonces se puso a rezar el Avemaría. Aquella oración fue el cronómetro del accidente.
«La caída duró exactamente el tiempo que yo, en medio de la excitación general, demoré en rezar el Avemaría». Como tituló un diario chileno para relatar aquella increíble historia de supervivencia: «Dios era el copiloto». Y sí, puede que Dios fuera parte, «pero no resolvió la historia», agrega él.
«Cada vez que nos la creímos, Dios nos pegaba un garrotazo (…) Lo llaman el milagro de los Andes, (pero) milagro hubiera sido que hubiéramos aparecido los 45 vivos después de 70 días», afirma Páez, que en medio de las cumbres nevadas dejó a dos de sus mejores amigos.
IR A BUSCAR LOS HELICÓPTEROS
Con una meta clara, la de que su historia inspire a otros a superar «sus propias cordilleras», y una nieta por nacer a la que espera acompañar en su regreso a la montaña, el más jóven de los sobrevivientes cree que esta historia es «un homenaje a la vida».
Carlos Páez adoptó como símbolo de sus conferencias motivacionales una cruz pintada en rojo. Algunos creen ver en ello la señal de «algo eliminado», pero realmente se trata de las aspas del helicóptero que le salvó la vida. Por eso, ahora pide a quienes afrontan difíciles problemas «que salgan a buscar sus helicópteros».
«Entre los sobrevivientes muchas veces decimos «¡Ché, hay que ir a buscar los helicópteros!». Es algo conceptual, filosófico si se quiere. «A veces, el ser humano está esperando que las cosas se resuelvan solas, y las cosas las tenés que resolver vos», proclama el «niño mimado» que sobrevivió en los Andes. (EFE)