Por Elio García
Cada vez que aparecía o desaparecía la lancha de la Cacciola, en ese contacto de unir orillas, en el ir y venir, cruzando el río, los tórridos días de verano, algo enloquecía a los niños: la ola de la Cacciola
Con mirada de verdaderos baqueanos del mar, los padres alertaban la llegada de esas olas, que los más chicos aprovechaban para jugar con el agua, para tener su minuto de alegría, con el bochinche que causaba esa mágica ola artificial.
Toda una generación disfrutó en Playa Seré de la ola de la Cacciola.
Más de un rezongo también ocasionaba en aquellos padres cuidadosos del espíritu aventurero de sus hijos en «surfear» a su manera la ola que reventaba.
La extraño profundamente. Extraño su ruido, su relajo, su algarabía. La risa que me daba en aquellos forasteros que no conocían ese pequeño tsunami carmelitano, que a veces inundaba todo lo que había debajo de una sombrilla muy orillera, llevándose comida, cremas, toallas y un sin fin de objetos que se los tragaba el río.
La ola de la Cacciola nos saludaba cuando venía y cuando se iba. Pegaba en la costa, bastante fuerte frente a la playa donde esta El Refugio. Con ella el murmullo veraniego se hacía sentir, y sacudía la modorra de alguna tarde aburrida.
A más de uno nos hizo poner en alerta aquella bendita ola.
A veces las empresas se van y los parroquianos o lugareños la extrañamos desde otros lugares.
Conozco ciudades que han perdido fábricas y la gente recuerda con cariño el pitido del llamado a trabajar que muchas de estas empresas solían encender para llamar al trabajo.
La ola de la Cacciola, era una caricia, un recreo, un espacio de juego, donde muchos niños no tienen hoy la oportunidad de sentirla en una tarde de playa.
La ola de la Cacciola llegaba siempre en los mismos horarios. Ya no la sentimos. Tal vez recordarla es una forma de reconocer a todos los empleados de esa empresa que unió Carmelo con Tigre durante décadas.
Decir simplemente que los extrañamos mucho. Incluso los que no viajábamos en ella. Los carmelitanos que veíamos venir a las olas y llevarse todo.
Aquellas tardes cuando una lancha nos daba la oportunidad de imaginarnos en un mar embravecido.
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