Es una tarde de octubre, y el viento se cierne como un visitante molesto sobre las calles de Carmelo. A esa hora, las 20:00, el cielo ya no regala colores, solo gris. El mismo gris que se desliza sobre las chapas oxidadas de los techos, que cruje bajo los pies de los vecinos y se enreda entre los pliegues de la ropa tendida. La temperatura, 15.8 grados, parece burlarse de aquellos que apenas unas horas antes dejaban que el calor de un tímido sol se impregnara en sus cuerpos.
En el aeropuerto de Carmelo, las máquinas no sienten la humedad pegajosa del 93% que aplasta el aire. Pero las personas, los cuerpos que van y vienen con sus urgencias y rutinas, sí lo notan. Es esa humedad que invade los pulmones, que se cuela por los poros, esa que les recuerda que estamos en el umbral de la tormenta. El sudeste trae consigo una brisa constante, viajando a 19 km/h, lo suficientemente veloz como para levantar las hojas secas de las veredas, arrastrando consigo rumores de agua.
La presión, 1021 hPa, es la única que parece mantener su compostura. Sin embargo, debajo de esa cifra estable se esconde la expectativa de lo que viene. Porque el viento, con su tenacidad, sabe que esta noche será nubosa, que la calma no es más que una pausa antes del vendaval. «Mañana», dicen los pronósticos, «el cielo estará cubierto». Nieblas y neblinas envolverán los campos, diluyendo los contornos de las casas y de las personas.
Para los habitantes de Carmelo, no es solo el pronóstico lo que importa. Es el tiempo en sus huesos, en su piel, en los sueños que se llenan de agua y frío. El sudeste sigue empujando el aire, pero ahora con más furia, rachas de hasta 50 km/h, como si intentara despegar las raíces de los árboles, las antenas de las azoteas. El jueves trae consigo la promesa de una lluvia esquiva, de esas que llegan cuando uno ya ha olvidado pedirlas, de esas que traen más neblina que alivio.
Es octubre, pero la sensación es de un invierno alargado, de un otoño sin respiro. Los viejos del barrio recuerdan otros tiempos, hablan de cuando Carmelo era una ciudad de veranos eternos, de sol inquebrantable, de cielos tan azules que dolían. Pero ahora, con la humedad hundiéndose en las paredes y el viento acariciando el agua del río, queda claro que estos días grises no son simplemente una cuestión de clima. Son el preludio de algo más profundo, algo que cala hondo.
Así, entre el sopor de la tarde y la incertidumbre de la noche, Carmelo espera.
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